Escarlata Rebelde

35.Lyra

Nunca pensé que tanto parloteo banal podría llegar a agotarme. Si en algo me considero experta es en ser capaz de entretener hasta a un muerto. Pero la verdad es que Sir Ródrik está empezando a superarme, y la total incapacidad de Diana para articular dos frases seguidas sin trabarse no ayuda. Menos mal que Ceres ha encontrado la manera de escaquearse para investigar. O eso espero.

Me estoy planteando seriamente fingir que me ahogo con una uva para crear una distracción elegante que nos libre del enano cuando, de repente, la música se detiene y, acto seguido, escucho a algunos invitados aplaudir entusiasmados.

—Parece que ya ha llegado el bardo de Lady Shun —comenta Ródrik—. Tiene predilección por uno en particular.

Perfecto, por fin una escapatoria.

—Aunque la verdad es que no sé qué le encuentra de especial —sigue parloteando el enano—. Los bardos de Cherek son mucho mejores, con sus canciones sobre el hielo picado y los cien colores de la nieve.

—Seguro que sí… —le doy la razón mientras tiro de Diana para llevarla conmigo—. Pero si nos disculpa, nos gustaría ver a ese famoso bardo.

Mi amiga me sigue mientras respira con alivio y murmura:

—Gracias a los dioses...

—No cantes victoria —le apunto al observar que Sir Ródrik nos sigue sin reparos—. Me da que no piensa perderte de vista en toda la noche.

—Pues tendremos que pensar algo —Diana resopla con agobio.

Y entonces, como si de una señal divina se tratase, empezamos a escuchar una voz que se alza entre el barullo de invitados. Una voz que reconozco al instante.

Conseguimos abrirnos paso entre la gente hasta llegar a la tarima donde hasta hace un momento estaba tocando un cuarteto de cuerda, pero que ahora ocupa, ataviado con sus mejores galas y acariciando suavemente las cuerdas de su laúd, Evans.

—¿Sabías que asistiría a la fiesta? —pregunta en voz baja Diana.

—La verdad es que no —le susurro, mientras siento cómo nace dentro de mí una desagradable sensación de enfado.

Creía que había dejado claro que no quería que se expusiera más de lo necesario, por su seguridad. No sé en qué momento pensé que el jodido Vanseth me haría caso.

—No sé qué le ve Uranfena, ni en él ni en esa música tan sensiblera —apunta Ródrik con desdén.

—Tampoco yo lo entiendo —miento descaradamente, mientras sigo con los ojos clavados en él, tratando de ignorar lo guapo que está y centrarme en lo cabreada que me siento.

Evans parece notar el peso de mi mirada y alza la vista para encontrarse con la mía y reconocerme, no sin antes reparar en mi vestido... o la práctica ausencia de él. Por un segundo, y para mi satisfacción, noto cómo desafina y traga saliva.

De pronto, siento una mano que rodea mi brazo con suavidad y volteo la cabeza para comprobar que es Ceres. Esta se acerca aún más, sin apartar la vista del escenario, y me susurra:

—Tenemos que encontrar una manera de deshacernos del enano y subir… Al parecer, además de nuestro equipo, también tiene al hijo de Licorambarino en esa planta…

Yo asiento, y ella se calla un momento para, a continuación, preguntar:

—¿Qué hace Evans aquí?

—Eso me gustaría saber —digo con un quejido.

Pero entonces me doy cuenta de que, tal vez, que Evans esté aquí no es tan malo como creía. Necesitamos una distracción. Algo que haga moverse de su lugar incluso a los guardias de la escalera. Y creo que empieza a ocurrírseme algo.

—Tengo una idea para quitarnos a Ródrik de encima —sentencio en voz baja—. Pero voy a necesitar hablar con Evans.

—Me dan miedo tus ideas… —se sonríe Ceres.

—Necesito que te lleves a Diana y al enano de aquí. No quiero que me vean hablando con él. Os busco en cuanto termine.

—Enseguida —responde obediente, y acto seguido se desliza hacia Diana.

Observo con atención cómo se le acerca y le susurra algo al oído. Diana frunce el ceño primero y me lanza una mirada rápida para luego asentir. Al momento, vuelve a mirar a Sir Ródrik con una expresión renovada de cortesía. Le indica algo y él, como buen perrito faldero, accede encantado. Los tres se alejan del centro del salón hacia las mesas laterales, donde se agrupan los invitados más ocupados en devorar delicias que en prestar atención al escenario.

Yo me quedo en mi sitio, esperando impasible a que Evans acabe su canción, fingiendo estar más interesada en la decoración del techo que en el bardo que acapara la atención de la mitad de la gente del salón. Cuando por fin termina la última nota y los aplausos lo envuelven, me dirijo hacia él y le mantengo la mirada unos segundos. Luego, con toda la sutileza de la que soy capaz, me doy la vuelta. Camino despacio, sin prisa, bordeando las columnas hacia el vestíbulo, sin mirar atrás. No necesito hacerlo. Sé que vendrá, porque no puede evitarlo.

Un momento después, y cuando estoy empezando a cansarme de observar la fuente de chocolate que acompaña los pastelitos de canela, por fin aparece. Se coloca a mi lado y estira el brazo para coger uno de los pastelitos.

—Impresionante… —dice sin apartar la vista de la cascada de chocolate.




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