Escarlata Rebelde

37.Diana

Estar en este plano me hace sentir náuseas.

Odio este lugar. Aquí la luz del sol no existe, sustituida por una irradiación mortecina, gris y sin brillo. Ni siquiera la Luz del Amanecer que he invocado es capaz de resplandecer como debería… y su fulgor gris y apagado me hace sentir enferma. Mi magia en este plano sigue siendo efectiva, pero invocarla es agotador.

Siento cómo apenas me queda poder… y aún tenemos una planta que explorar.

La última vez que mis ojos contemplaron el salón de baile, en nuestro plano, era la viva imagen de la opulencia y el lujo. Con sus extrañas lámparas brillantes, paredes de azul y oro, mesas rebosantes de comida y ese gentío ataviado con sus mejores galas, disfrutando de la noche. Todo allí desprendía vida.

A este lado es diferente.

En este lado solo hay muerte.

Desde el balcón, donde nacen las escaleras, contemplo el interior de esa pesadilla.

Las lámparas, que se asemejan a arañas deformes, emiten una luz difusa y enfermiza. El papel de las paredes, ahora opaco y gris, está hecho jirones, como piel desgarrada. Las mesas siguen en su lugar, pero sobre ellas no hay manteles lujosos ni platos rebosantes, sino telas sucias y raídas sobre las que descansan toda clase de cuchillas, punzones e instrumentos cuya función no deseo imaginar.

Pero eso no es lo peor. Lo peor se alza en medio de la sala, como un recordatorio de hasta dónde puede alcanzar la maldad del ser. Doy gracias a Pelor porque en este lugar todo sea blanco y negro, y no tenga que contemplar el rojo de la sangre que baña el suelo al pie de la montaña de cadáveres que se amontonan donde, en el otro plano, la gente baila completamente ajena a esta atrocidad.

Bajamos en silencio por una de las ondulantes escaleras, sin apartar la vista de los cuerpos, agradecidas de que el olor, en el plano Umbrae, sea tan difuso.

—La cosecha… —rompe el silencio Ceres, cuando llegamos abajo—. Son tantos…

—¿Cómo pueden hacer esto? —la voz de Lyra tiembla ante la visión de los cuerpos—. Esta chusma no tiene corazón…

—Ni escrúpulos —puntualiza Ceres, acercándose a una de las mesas para examinar las diferentes cuchillas.

Sigo avanzando hasta la montaña de víctimas. Al igual que en la cripta de Audry, no hay ningún patrón concreto. Humanos, elfos, enanos… adultos y niños… hombres y mujeres… desollados, acuchillados… desmembrados. Entregados en sacrificio.

Esta vez estábamos preparadas para algo así. Y, aun así, siento arder las lágrimas tras mis ojos al imaginar cuánto dolor tuvieron que soportar.

—Esto no quedará así. Encontraremos la manera de hacérselo pagar —prometo en voz alta, apretando los puños.

—¿Puedes ayudarles, como la otra vez? —pregunta Lyra con voz apagada, colocándose a mi lado.

Soy consciente de que he usado prácticamente toda mi magia. Purificarlos supondrá consumir lo que me queda. Pero esta pobre gente merece un último consuelo en su tránsito a la otra vida.

—Lo intentaré —respondo sin estar segura de que dé resultado en este lugar.

Por suerte, mi plegaria funciona.

Como ocurrió en el sótano de Audry, los cuerpos se ven envueltos en una tenue luz, que en este lugar resplandece débilmente con tonos plateados, y algunos de los cuerpos exhalan su último suspiro etéreo. Pequeñas volutas brillantes se elevan hasta desaparecer atravesando la bóveda del salón.

A mi lado, Lyra extiende la mano para agarrar la mía y estrecharla, ofreciéndonos consuelo a ambas.

—Sigamos buscando —le digo, antes de soltar su mano con cuidado.

A nuestras espaldas, Ceres sigue paseándose, observando las mesas, hasta que sus pasos la llevan justo delante de las puertas que dan al vestíbulo, aún abiertas.

—¿Qué es todo esto? —pregunta, observando qué hay más allá de las puertas.

Lyra y yo nos dirigimos hacia ella, que ya está empezando a cruzar el umbral de la sala.

El vestíbulo se encuentra en un estado similar al salón de baile. Sobre los pilares donde, en nuestro plano, colgaban guirnaldas de especias, ahora se enrollan hilos de alambre plagados de espinas afiladas. Las paredes están desprovistas de cualquier decoración macabra, más allá de cinco capas negras que cuelgan de unas perchas. El centro de la habitación está atestado de cajas de madera carcomida, apiladas sobre el suelo de mármol cuarteado y sucio.

—Estas cajas… son sus cosas —susurra Lyra, dejando caer los hombros.

Caigo en la cuenta de que, en el sótano del orfanato, encontramos algo similar. En su momento lo tomamos por extrañas donaciones para los huérfanos. Pero ahora sabemos que se trataba de las pertenencias de los sacrificados.

—Cuántas familias andarán buscando a sus seres queridos —reflexiona Lyra, acercándose a una de las pilas—. Si supiéramos quiénes son… tal vez recuperar sus cosas les pudiese servir de consuelo…

—Ahí fuera hay cientos de cuerpos, y algunos de ellos no son más que huesos —apunta Ceres con sequedad—. Es una tarea imposible.

Lyra se acerca a una de las cajas y abre la tapa para contemplar su contenido.




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