Camino en silencio detrás de Lyra y Ceres, aún sintiendo el peso de la discusión sobre mis hombros. Pero sé que no se trata solo de eso. Lyra tiene razón: el cansancio por las horas de vigilia autoimpuesta también empieza a afectarme.
Sé que debo dormir. Pero cada vez que cierro los ojos veo la sangre del sectario. Sus dedos retorcidos, sus piernas rotas, su piel rasgada por los instrumentos del torturador. Sus gritos de dolor, mezclados con alabanzas a su señor, se cuelan en mis sueños. Solo las interminables horas de plegarias a Péloran han sido capaces de hacerme sentir limpia.
Lyra se vuelve unos segundos para asegurarse de que sigo ahí, y me sonríe con cariño. Le devuelvo el gesto para tranquilizarla.
Respiro hondo; debo sobreponerme. Habrá tiempo para expiar todas las culpas cuando todo esto termine. Ahora solo debo centrarme en la misión que nos ha impuesto el rey.
Llegamos a la armería real, un gran recinto adosado al patio de armas. Las puertas están custodiadas por seis guardias que, al ver al chambelán, nos ceden el paso sin preguntar.
Una vez dentro, ante nosotras se abre una gran nave rectangular, de techos altos y suelo empedrado. Un fuerte olor a aceite, metal y cuero impregna el aire. El espacio está completamente ocupado por estanterías y armeros donde descansan lanzas, espadas, alabardas y escudos, además de innumerables soportes que exhiben armaduras completas, corazas y camisotes de malla, entre otros enseres de batalla.
Avanzamos en silencio cruzando la nave principal. El ambiente se va tornando más caluroso a medida que nos acercamos al fondo, donde la forja parece estar funcionando a pleno rendimiento. Un grupo de herreros trabaja sin descanso avivando los braseros y golpeando sus herramientas contra el acero maleable. Aquí el sonido del martilleo es constante.
Me detengo unos segundos a contemplar cómo se afanan en sus labores, como si tuviesen prisa por completar algún encargo.
—¿Os habéis percatado? —les digo en voz baja cuando las vuelvo a alcanzar—. Parece que el rey está reforzando el equipo militar.
—¿A qué te refieres? —pregunta Ceres.
—Pues que muchas de estas armas están recién forjadas —hago un gesto con la cabeza hacia una de las estanterías que cruzamos—. Como si estuviese haciendo acopio… o preparándose para algo.
—No es solo eso —Lyra se acerca más para que podamos escucharla—. ¿Dónde está la corte? Desde que estamos aquí solo hemos visto soldados, guardias, sirvientes del palacio… No es propio de un lugar como este.
Lyra tiene razón. Desde que entramos en el palacio, los únicos civiles que hemos visto han sido el personal del servicio. El resto de las personas con las que nos cruzamos nos contemplaba desde detrás de un casco o una armadura.
—Dadas las circunstancias, no me extrañaría que el rey esté reforzando su seguridad —expongo en voz baja.
—Una cosa es reforzar la seguridad, otra muy distinta aislarte de la corte —observa Lyra.
—El rey está paranoico —murmura Ceres.
—¿Acaso no lo estaríais vosotras en su lugar? —pregunto.
—Bueno, si se hubiese preocupado un poco más por su pueblo y menos por sí mismo… —empieza a decir Ceres, subiendo un poco la voz.
—¡Shhh! —Lyra le tapa la boca con gesto alarmado y tira de ella para que siga andando—. De verdad que vais a conseguir que nos encierren.
La sigo al momento. Por suerte parece que el chambelán no se ha percatado y sigue andando unos metros más adelante, dirigiéndonos hacia una puerta reforzada al fondo de la nave.
La puerta está vigilada por un guardia que, nada más ver al chambelán, se cuadra y saluda. Nuestro guía le entrega un pergamino; éste lo lee con atención antes de guardarlo y extraer de debajo del peto de su armadura una cadena de la que cuelga una llave de aspecto bastante singular. El chambelán, por su parte, saca otra del mismo aspecto y ambos se acercan a la puerta.
Observo con curiosidad cómo los dos hombres insertan sus llaves en sendas cerraduras dispuestas en cada hoja del doble portón que custodia la sala. Cuando las accionan, suena un chirrido metálico seguido de un leve zumbido, como si algún tipo de mecanismo mágico se hubiese desactivado. Y entonces, sin necesidad de empujarla, la puerta se abre.
—Adelante —nos dice el chambelán con un gesto de la mano que nos invita a pasar.
Las tres obedecemos al momento, llevadas por la curiosidad.
La sala que nos recibe es casi tan grande como el salón del Pony Brincador. Se trata de un espacio rectangular sin ventanas. Una suerte de lámparas mágicas colgadas del techo ilumina con su perpetua luz azulada todo lo que hay en el lugar. Y lo que contiene esa estancia es la gran colección personal de armas del rey. La mayoría de las armas expuestas deben ser regalos hechos a la casa real a lo largo de la historia. Muchas de ellas, por no decir casi todas, jamás han sido empuñadas.
Las tres nos quedamos paradas en el umbral, abrumadas por el poder que emanan esas vitrinas.
—El rey, con su gracia, os concede el regalo de poder elegir una de sus armas privadas a cada una de vosotras —nos indica el chambelán, con ese tono rimbombante propio de los que ejercen su oficio.
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Editado: 24.11.2025