Escenas de la infancia de La curva de Reed

Capítulo uno. El pequeño Reed

NOTA: ESTE NO ES EL LIBRO, SON CAPÍTULOS Y ESCENAS DE INFANCIA DE LOS PERSONAJES. POR POLÍTICAS DE LA PLATAFORMA NO PUEDEN ESTAR INCLUIDAS EN UN LIBRO CON CLASIFICACIÓN +18

SON IMPORTANTES QUE LAS LEAN, ASÍ ENTENDERÁN ESE AMOR TAN BONITO QUE CRECIÓ EN EL CORAZÓN DE NUESTRO MASTODONTE.

Los pasos dubitativos de Reed avanzaron con cuidado, su cabello desprolijo, tan amarillo como el trigo revoltoso por el viento y esos ojos inmensos asustados, recorrieron la imponente casa mientras sus manitos pequeñas se aferraban a lo que debería ser la mano firme de su padre, pero solo era un despojo de un sujeto de mirada vacía.

Todo era nuevo, demasiado brillante, nada se parecía a la pequeña casa donde vivía, no olía a familia, ni a comida casera, no se oían risas, y estaba seguro de que esas damas vestidas con uniforme iguales no respiraban. Su corazoncito se aceleró de angustia, sus labios quisieron fruncirse en un temblor de llanto, pero cuando elevó aún más su cabeza para buscar el consuelo y las respuestas en ese hombre cariñoso y algo triste que lo sujetaba, la figura impoluta de una mujer estricta apareció en la cima de las escaleras.

—Lamento su perdida, señor Savoy… —pronunció la señora y el escalofrío junto a la debilidad de su padre los sintió a través de sus deditos—, la señora Kingsley se disculpa por no estar presente, pero comprenderá que está ocupada con los preparativos para el traslado de su hija al mausoleo de la familia.

No era ella… la mujer de la que le habían hablado y por un segundo Reed respiró aliviado, pero de inmediato, los recuerdos volvieron a su mente y el por qué se hallaba allí volvió a abatirlo.

Mamá se había ido… siempre lo supo, siempre lo preparó para ser un niño independiente sabiendo que el temperamento y corazón endeble de Octavio Savoy no sería fuerte para ocuparse de él.

Mamá no era perfecta, siempre se lo decía, y aun así… lo trajo al mundo y le dio amor hasta el último segundo que su corazón lo permitió.

—Usted debe ser el niño Reed, su abuela nos ha hablado mucho de su nieto… —continuó la recta señora sin mover un solo músculo facial y el pecho de ese niño de apenas ocho años se llenó de ansiedad—, puede subir, debe elegir su habitación.

Con los hombros derechitos, las manos ya solitas sin el apoyo de su padre, Reed dejó que sus ojos buscaran la aprobación de quien, con una vaga y melancólica sonrisa, asintió dándole un empujoncito para que suba las escaleras.

«Viviremos con tu abuela… ella se encargará de tu educación y yo, de darte lo poco que tengo…»

Aurora Kingsley, así era como se llamaba a la que debía decirle abuela, y aunque su madre le había contado algunas cosas sobre ella, jamás imaginó al subir esas escaleras que esa mujer, era una de las CEO más importantes del mundo de la telecomunicación.

Reed subió uno a uno los escalones, le parecieron interminables y mucho más cuando la escalera dio un giro y una fila más enormes de peldaños de mármol continuó…

Fue la primera vez que pensó que no deseaba estar allí… que no le gustaba la altura de esa casa, que lo que esperaba no era más que un mundo al que jamás pertenecería.

—Continúe, niño Reed…

No fue capaz de mirar a la mujer, su voz era irritable de tan pausada y apática, pero, aun así, obedeció, aunque sus ojitos se asomaron por la barandilla de ese color oro reluciente.

«Papá…» murmuró en su mente cuando lo vio parado en el mismo sitio.

—No se preocupe por él, su lugar está en otro sitio de la casa —expresó aquella mujer y Reed se sobresaltó cuando creyó que estaba leyendo sus pensamientos.

Cuarto tras cuarto, uno más amplio que el otro, lleno de cosas que no comprendía para que estaban, cuando en su hogar, la sencillez habitaba como el mejor adorno con que un profesor de economía y una dulce locutora podían decorar.

—Son demasiados… —formuló aquel niño y fue sintiéndose perdido mirando las puertas, el pasillo amplio colmado de cuadros antiguos y de seguro valiosos, mientras la respiración entrecortada le dolía en el pecho—, quiero volver a casa…

—Esta es su casa ahora… —sentenció la dama y para ese pequeño se sintió como eso, una sentencia, una condena eterna—, aún le falta un cuarto, quizás ese sea el correcto...

Se quedó paradito negado a caminar, negado a estar solo, peleando con un llanto que aún no había podido extirpa de su pecho.

¿Por qué todo había tenido que pasar tan rápido…?

¿Por qué mamá no había hecho fuerte a papá como con él?

¿Por qué papá había cambiado como si le hubieran arrebatado la sonrisa...?

—Este era el cuarto de Lais Kingsley. —Y apenas lo oyó aquellos latidos pequeños y cansados aceleraron el ritmo. Era el nombre de su madre, el hermoso nombre que siempre adoraría porque significaba aquello que esa mujer les demostró que se podía ser, aun cuando la vida se acaba; Lais significaba “feliz”—, estaba segura de que este cuarto le agradaría.

Corrió, corrió como si corriera a ella, atravesó la puerta, ansioso, esperando que el aroma de su piel, de su cabello, que el sonido de su risa alicaída le brinde un poco de su compañía, atravesó el umbral como quien va en busca de un tesoro, pero lo que halló, lo dejó detenido como una diminuta estatua, con los ojitos azules brillantes de lágrimas y los labios retorcidos de un llanto.

Su madre no estaba allí, no había nada que le dijera que alguna vez había dejado su huella en ese sitio y el dolor lo atravesó derribando ese muro fuerte que creyó que tenía, dejándolo tembloroso sosteniéndose el pecho para que no se oiga el sufrimiento.

Reed solo tenía ocho años, muy pocos para llorar en silencio, muy pocos para obligarse a ser fuerte y acostumbrarse que la felicidad que conoció ya no la hallaría en ningún lado.

Los pasos dubitativos de Reed avanzaron con cuidado, su cabello desprolijo, tan amarillo como el trigo revoltoso por el viento y esos ojos inmensos asustados, recorrieron la imponente casa mientras sus manitos pequeñas se aferraban a lo que debería ser la mano firme de su padre, pero solo era un despojo de un sujeto de mirada vacía.




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