—Miren, la princesita despertó —gritó un hombre en cuanto abrí los ojos.
Me levanté desorientada sin entender que sucedía y una terrible molestia azoró todo mi cuerpo.
—Si le cubrimos el rostro, todavía podemos hacer buen uso de ella—señaló alguien que se encontraba atrapado en una especie de celda frente a donde yacía.
Fruncí la frente sin entender de qué estaban hablando, o siquiera que estaba sucediendo.
—¿Qué es este lugar? —pregunté confundida.
Comenzaron a reírse al unísono y a golpear los barrotes que les separaban.
—¡Bienvenida al ala exclusiva del castillo, primor!
—¿Cómo…
—¿Es que todavía no lo comprendes? —contestó otra persona que no alcanzaba a divisar—. Tus días de honor y gloria se han terminado, ¡ya no eres más que una pecadora! ¡te han encerrado para siempre en la prisión del averno!
***
Observé con una mueca de soslayo como el sol comenzaba a ocultarse después de la puesta, bajando lentamente por mi cuerpo mientras miraba las olas chocar con la torre donde me mantenían cautiva a través de un pequeño hueco en la mohosa pared.
Al final nadie me creyó.
Nadie me buscó.
Nadie intentó escuchar mi versión de los hechos.
La noche del infortunio seguía repitiéndose en mi cabeza una y otra vez, martirizando cualquier sentido que todavía poseyera. Había estado tan desorientada y abrumada por la confesión de Ulysseus que no pensé en nada más. Me di un fuerte golpe en la cabeza con la palma de mi mano y me dejé caer con flaqueza contra el duro piso. Los prisioneros murmuraban que me había convertido en una bruja. Decían que mi rostro estaba completamente desfigurado y que había firmado un pacto con un demonio. En realidad, ni siquiera entendía de que hablaban.
En Aradeus estaba completamente prohibido hablar de cualquier tema relacionado a la magia, los conjuros u otras razas. Solo estaba permitido estudiar sobre las doctrinas del Dios del Sol, todo lo demás era considerado tabú. ¿Cómo se suponía que tendría que saber que aquella promesa tétrica que el príncipe Ulysseus realizó significaba algo como eso? Había pensado que era algo muy extraño, pero nunca podría haber imaginado que implicaba algo como eso. Sí, involucró sangre y un juramento raro, pero fui cegada por las palabras que llevaba esperando tanto tiempo.
Podía palpar la herida de su traición al rojo vivo, tan intenso y vivaz, que servía para recordarme que seguía existiendo, aunque lo hiciese meramente como un mero animal de granja, enjaulado e indefenso.
Pensé una vez más en mi familia y en lo furiosa que debía estar conmigo en esos momentos, aunque poco importaba, ya que no habían querido saber nada más de mí, por la notificación que me llegó a la prisión, me habían oficialmente desheredado. Y estaba segura de que ellos no se aparecían por ahí ni siquiera en el día de mi muerte, primero me dejarían pudrirme en la celda hasta el fin de los días antes que arriesgarse a perder aún más prestigio, si es que les quedaba alguno.
Todavía podía recordar el día que conocí al príncipe por primera vez. Fue en mi décimo segundo cumpleaños. Vestía un horrendo vestido de seda rosa y había decidido escabullirme por la vereda que llevaba a un hermoso laberinto de rosas en el territorio Cambrid, una de las pocas atracciones que nos quedaban como familia y en dónde jugaría hasta llegar al centro, donde me esperaba una hermosa fuente en forma de una bella mujer con cabello largo y semblante impasible. Según escuché decir a uno de los mozos, era la representación de Akasha, una antigua reina de Denyos, el continente del que Aradeus era parte; pero para una chiquilla como yo, era tan solo una amiga con la que marchaba a diario a contarle todos mis problemas. La única que tenía.
Y ese día fue diferente.
Vislumbré la silueta de un hombre delgado, que besaba la mano de la figura de aquella mujer de manera solemne, justo en la parte en que sostenía su báculo con firmeza. Ese pelambre castaño, que se deslizaba con gracia sobre su rostro inclinado, dándole un aire misterioso y falaz, me hacía no poder apartar mi mirada de él. Era una sublime obra de arte andante, y su rostro no se quedó atrás, parecía cincelado por los hermosos apóstoles del Dios del Sol que aparecían en las pinturas que decoraban todo el reino.
— ¿Qué la trae por aquí señorita? —pronunció luego de unos minutos y yo tragué en seco sin saber qué responder.
—Estaba visitando a mi amiga—me atreví a contestar, pero mi voz se desvaneció con cada palabra que enuncié.
Él enarcó una ceja, y su semblante se relajó un poco más, contemplándome con un aire de diversión.
— ¿Tu amiga? ¿tú has decidido eso?
Me limité a asentir mientras sentía el rostro rojo de pena.
—Suena espléndido —Osé subir mi cara para apreciarlo mejor y noté como ahora avizoraba el cielo con melancolía. —Estoy más que seguro de que a ella le encantaría tener una amiga.
Por primera vez en mucho tiempo, sonreí. Mi sonrisa fue tan resplandeciente por el hecho de que no creía que estaba loca. Y para mi mala suerte, fue ahí cuando caí en sus garras.
Escuché los pasos unánimes de una reducida cuadrilla de soldados que se acercaban a mí, respingué cuando se detuvieron frente a mí y me terminó sorprendiendo que no intentaran escupirme como en otras ocasiones.
Distinguí al cabecilla casi de inmediato, situado justo en medio de todos; el verdoso brillo de su iris me dijo con exactitud quién era. El líder del escuadrón del ánima, el filial séquito del Rey. En resumen, un grupo de oficiales únicamente seleccionados con el fin de servirle a la corona. Y ese chico de ojos cautivadores, en algún momento fue mi buen amigo, todo eso antes de lo que sucedió en mi fiesta de compromiso.