Esclavos de la Furia

Prólogo

Debo ir más rápido. El calor abrazador arropa las hileras de casas a los lados del camino. En la conmoción del momento, mis acelerados pasos parecen las agigantadas zancadas de los antiguos medallistas olímpicos, pero mi objetivo es diferente; necesito llegar a la capitana y recibir instrucciones. El sudor de mi frente nubla por momentos mi visión y lo limpio con rápidos y descontrolados parpadeos mientras continúo corriendo sin cesar. Estoy desesperado. Todos los protocolos de seguridad… Todos los procedimientos y prácticas resultaron obsoletos. Esto no puede estar pasando. Pero… Tal vez… Solo tengo que llegar a… Freno bruscamente y mis pies se entierran ligeramente en la tierra por la presión. Ahí están sus ojos desamparados, abiertos en desesperación e incredulidad. La expresión de quien no tiene más que aceptar que su destino es precisamente lo que quiere evitar. Quien quiere escapar, pero sabe que no puede. Es mi capitana. Anonadado veo como las palabras burbujean en una garganta inundada de sangre, de la que apenas logran salir.

—Ayuda. Por favor.

Mientras lo increíble de la imagen me aprieta le cuello, veo cómo el filo de una enorme oz atraviesa el pecho del último pedazo de esperanza que mi cerebro llega a contemplar. Con torpeza y decepción miro a mi alrededor y veo solo más de lo mismo: Mutilaciones, muertes, empaladas, desmembramientos, fuego y confusión.

Empiezo a ver borroso. Me siento muy mareado. La firmeza de soldado con la que fui entrenado se ha desvanecido y solo queda el caparazón del ser humano que no quiere morir.

La figura sombría voltea su mirada sobre mí con una perturbadora sonrisa. Ni el más rígido de los entrenamientos me ha preparado para recibir el miedo que siento. La desesperación ha explotado en un inesperado giro de eventos. Una tarde de rutina se tornó en una avalancha del infortunio más aterrador que jamás imaginé. Siendo invadido por una desesperación incontrolable, mi cuerpo no sabe hacer otra cosa que correr en dirección contraria. Esquivando un asfixiante vórtice de sombras, corro hacia la salida visible más cercana, pero siento mis piernas desmayar. Un pensamiento me ataca de repente:

«No lo lograré.»

Mi respiración aumenta su intensidad a cada segundo. No sé si es el humo que me cubre, no sé si es esta neblina negra proveniente del Domus, pero mis pulmones duelen con cada exhalación. Casi como si mi corazón crujiera.

Cruzo la calle central de la ciudad y torno hacia la izquierda en la esquina del Domus solo para encontrarme con una muralla de Varis. Los malditos engendros deformes que nos han atormentado por años me bloquean el paso. Sabiendo que no cuento con tiempo, me armo de valor y cargo, blandiendo mi espada tan agresivamente como puedo.

 No funciona. Recibo un contraataque en el cual mi brazo izquierdo es gravemente lacerado. Sangrante y adolorido, sigo corriendo como puedo. Ya no escucho los gritos que ambientaban esta pesadilla. Todos han sido asesinados.

Estoy solo.

Necesito salir de la ciudad antes de que él me encuentre, pero sé que mis intentos son en vano; siento sus pasos acercarse despacio, como si mi prisa no significara nada, como si ya estuviera muerto. La oleada de pensamientos ocasiona en mí una migraña permanente que con cada desesperada zancada se eleva a un pico que casi nublaba mi vista.

No tengo el control.

Los horrores de los que soy testigo no justifican este funesto intento de luchar por mi vida, pero, aun así, algo en mí se aferra a la esperanza de que, si pudiese lograrlo, si mi voz llegase a ellos, podría advertirles, pero la demencia que respiro pronto me hará caer. Su serpentino caminar resuena en mis oídos como sus macabras y ocultas intenciones.

«Mi visión se empaña. No puedo continuar.»

El fuego sofocante aumenta la temperatura de mi armadura, casi quemando la piel que está supuesta a proteger.

Me lamento por mis actos. Este mundo sumido en sombras no recompensa a los cobardes, por mucho que haya intentado cumplir con mis órdenes. Solo recordarán al incapaz, el que huyó… pero yo no seré el que se rindió. Una frase viene a mi mente agitando mi concentración.

«La sangre de mi rey vive en mí.»

La mismísima razón de ser yo. Lo que soy… lo soy por su majestad… por mi rey. No me rendiré.

Bruscamente me detengo en medio de la incesante persecución, con las llamas iluminando mis miedos. Es momento de encontrar mi redención. Las siluetas de maldad me rodean y no puedo hacer más que apretar mis dientes y prepararme para dar lo mejor de mí, aunque ello signifique mi muerte. Su energía hace que mi cabeza se levante y mis ojos se fijan en aquella figura tenebrosa que reposa encima del campanario, haciendo contraste con la luz fosforescente del fuego que lo está consumiendo todo. El caos nos rodea. Busco reconocer su rostro cubierto en oscuridad, pero al encontrar su penetrante mirada, escucho el silencio más ensordecedor, como si mi sentido de la escucha fuese anulado lentamente.

Mientras mi brazo izquierdo continúa sangrando, disminuye mi presión arterial. Cada segundo esta horrorosa escena hace más tétrica su presencia. La silueta lleva en su mano derecha unos pergaminos que al parecer ya no necesita, pues al verme los suelta, y los mismos son consumidos por el fuego. Clava su mirada más allá de mis ojos y penetra en mi alma.




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