Esclavos de una Promesa

Capítulo I: Fated Vows

Luxemburgo, Luxemburgo

Lucienne

Tenía siete años aquel verano. Un día que debería haber sido tan cálido y brillante como cualquier otro terminó siendo uno de los más solitarios de mi infancia. Recuerdo haberme sentado junto al lago del conjunto residencial, tirando piedras al agua mientras me secaba las lágrimas con el dorso de la mano.

Mis padres habían tenido otra pelea, de esas que resonaban por toda la casa y dejaban un vacío doloroso en el pecho. Ellos pensaban que no escuchaba, pero los gritos atravesaban las paredes con la misma fuerza con la que destrozaban mi tranquilidad.

Ahí estaba yo, una niña rubia, descalza y con las mejillas húmedas, sintiendo que el mundo era demasiado grande y frío para mí. Tiraba las piedras con fuerza, intentando que el chapoteo del agua ahogara los ecos de las voces en mi cabeza.

Fue entonces cuando lo escuché.

—¿Por qué lloras?

Una voz infantil, suave, como una brisa inesperada. Me giré y lo vi. Era un niño de mi edad, con el cabello negro azabache y ojos marrones cálidos, que me miraba con una expresión mezcla de curiosidad y preocupación. Me quedé en silencio un momento, sin saber qué decir. Los otros niños que vivían cerca nunca me hablaban, o si lo hacían, era para presumir de algo o reírse. Pero él era diferente. No parecía querer molestarme.

—No importa —respondí, volviendo a mirar al agua y lanzando otra piedra.

Pensé que se iría, pero no lo hizo. Caminó hasta donde yo estaba sentada, sacó algo de su bolsillo y se agachó junto a mí.

—Ten —dijo, extendiendo una flor blanca pequeña, casi marchita—. Mi mamá dice que las flores hacen felices a las personas.

Lo miré, perpleja. Nadie me había dado una flor antes. Tomé la flor con cuidado, como si fuera el objeto más precioso del mundo.

—Gracias —murmuré, sintiendo que el nudo en mi garganta se aflojaba un poco.

—Soy Ren —dijo con una sonrisa que parecía tan cálida como el sol.

—Lucienne —contesté, todavía aferrada a la flor como si pudiera arreglar todo lo que estaba roto.

—¿Puedo llamarte Lux? —preguntó de repente, con una seriedad que no encajaba en su rostro infantil.

Fruncí el ceño, confundida. —¿Lux? ¿Por qué?

—Porque significa luz en latín. Y tú pareces una luz. Aunque ahora estás triste, cuando sonríes, es como si todo se iluminara.

Sus palabras me tomaron por sorpresa. Nadie nunca me había dicho algo así. Fue tan inesperado que no pude evitar sonreír, pequeña y tímidamente.

Él pareció iluminarse aún más al verme. —¡Lo ves! Eres una luz.

Asentí, sin saber qué más decir. —Está bien. Puedes llamarme Lux.

—Entonces, Lux —habló mientras se sentaba junto a mí—, si alguna vez estás triste, búscame. Yo haré que te sientas mejor. Es mi primera promesa hacia ti.

Lo miré fijamente, intentando descifrar por qué era tan diferente a los demás niños. Tal vez era la calidez de su voz, o la sinceridad de su mirada. Pero ese día supe que Ren Shimizu sería importante para mí.

Pasamos el resto de la tarde juntos. Tiramos piedras al lago y hablamos de cosas simples, como los juegos que nos gustaban o qué queríamos ser cuando creciéramos. Por un rato, olvidé el caos en casa y simplemente disfruté de su compañía.

Ese fue el día en que comenzó nuestra amistad, el día en que Ren me llamó Lux por primera vez.

El sonido de los cubiertos contra los platos llena el elegante comedor y me regresa al presente. Es una de esas cenas formales que ocurren con demasiada frecuencia entre nuestras familias. La vajilla de porcelana, los cubiertos de plata, y las copas de cristal crean un escenario perfecto, pero para mí, todo parece tan vacío como las risas que los adultos intercambian de vez en cuando.

Estoy sentada al lado de Ren, como siempre. Es una regla tácita desde que éramos niños. «Lucienne y Ren deben sentarse juntos», decía mi madre con una sonrisa afable y firme que nunca admitía protestas.

Ren está inclinado hacia mí, su cabello oscuro cayendo un poco sobre su frente mientras me habla sobre sus clases en la universidad. Me esfuerzo por escuchar, pero mi mente divaga.

—Lux, ¿me estás escuchando? —inquiere con esa suavidad característica suya, inclinándose un poco más hacia mí.

—Sí, lo siento. Decías que el profesor de economía es un tirano, ¿no?

Él sonríe, esa sonrisa cálida que parece iluminarlo todo. —Exactamente. Aunque creo que exagero. ¿Y tú? ¿Cómo te va con el curso de diseño industrial?

—No tan mal. Aunque el profesor tiene una fijación con la perfección, y ya sabes cómo soy con los detalles.

Ren suelta una pequeña risa y, por un instante, todo parece normal. Solo somos dos amigos hablando de cosas triviales, como siempre. Pero entonces, el ruido de los cubiertos cesa. Las risas de los adultos se apagan, dejando un silencio tenso que hace que todos en la mesa levantemos la vista.




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