Escogiendo una mamá

Capítulo 1

Alexander

Nunca imaginé que una llamada pudiera cambiarlo todo.

Estaba en mi despacho, revisando documentos y firmas… hasta que el teléfono sonó.

—¿Alexander Campbell? —preguntó una voz al otro lado.

—Sí, él habla —respondí.

El silencio que siguió me heló la sangre. No fue largo, solo un par de segundos, pero tuve la certeza de que algo andaba mal.

—Señor Campbell… —la voz titubeó—. Su esposa tuvo un accidente automovilístico.

Mi mano se aferró al teléfono. Sentí una presión en el pecho, una punzada que me dejó sin respiración.

—¿Un… accidente?

—Lamentamos informarle que falleció. Necesitamos que venga a reconocer el cuerpo a la oficina del médico forense.

El tiempo se detuvo. No sé cuánto estuve en silencio. No recuerdo haber colgado, fue la otra persona quien lo hizo.

Únicamente quedé yo, quieto, con el móvil pegado al oído, mirando a la nada.

Alguien golpeó la puerta, pero lo sentí lejano. Luego insistieron, y entraron. Era mi asistente.

—Señor… ¿Se encuentra bien?

No conteste.

Ella se acercó, notó el temblor de mis manos y, sin preguntar, me sirvió un vaso con agua.

Bebí un sorbo, lo suficiente para poder hablar.

—Debo… debo irme. Cancela las reuniones del día, encárgate de lo urgente.

Ella asintió.

No esperé más. Tomé las llaves, el abrigo y salí.

.

.

.

El trayecto fue una pesadilla. El tráfico de media mañana ciertamente se burlaba de mí, y de mi desesperación.

“Accidente automovilístico”, resonaban esas palabras en mi mente.

Juliette había muerto.

Mi esposa.

La madre de mi hijo.

No sabía cómo procesarlo. La idea era tan absurda que mi mente se negaba a aceptarla.

Al llegar al edificio del Servicio Médico Forense, un hombre de bata blanca me condujo por un pasillo. Ninguno de los dos dijo una palabra, no hacía falta.

Me detuve frente a la camilla. Las piernas me temblaban, y cerré los ojos un instante, aferrándome a la esperanza absurda: que no fuera ella, que todo fuera un error, que alguien más llevara su nombre o su anillo.

El médico retiró lentamente la sábana que cubría el cuerpo.

Ahí estaba…Juliette.

Su piel, tan blanca como la tela que la cubría.

El rostro inmóvil, y sin brillo. Tenía heridas en la mejilla.

La vida había desaparecido de sus ojos, pero seguía siendo ella.

—Sí… —murmuré con dificultad—. Es mi esposa.

El médico anotó algo en su planilla.

—Señor Campbell, su esposa no iba sola.

—¿Qué?

—En el vehículo había otro ocupante. Un hombre, que falleció en el acto. ¿Podría ver si lo reconoce?

—Está bien.

Él me condujo a otra camilla.

Bastó un segundo para darme cuenta de que no lo conocía.

—No. Nunca lo había visto.

El hombre suspiró, cerró su carpeta y me entregó una bolsa transparente.

—Estas son las pertenencias de su esposa. Solo pudimos recuperar esto.

Adentro había un teléfono, trizado en una esquina. Lo tomé y salí de allí.

Me senté dentro del vehículo sin encenderlo. Apoyé ambas manos en el volante, apretando con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos. Sentía el corazón latiendo en las sienes.

El teléfono de Juliette estaba sobre el asiento del copiloto, dentro de la bolsa transparente.

Lo miré un largo rato.

No debía hacerlo. No debía.

Pero la curiosidad, pudo más que la prudencia.

Tomé el móvil y lo encendí.

La pantalla se iluminó, mostrando el mensaje de “bloqueado”.

Probé una clave, fechas, números. Nada.

Hasta que, casi sin pensarlo, marqué la fecha de su cumpleaños.

El teléfono se desbloqueó, y lo que ví me terminó por arrancar el aire del pecho.

Era Juliette, sonriente.

En los brazos de un hombre.

El mismo que había visto minutos atrás, cubierto con una sábana blanca, en otra camilla.

Tragué saliva con dificultad.

Me negaba a creerlo. Abrí la galería de fotos y ahí estaba la verdad que me había negado a ver.

Juliette y él en distintos lugares: restaurantes, hoteles, tiendas de lujo. En París, en Nueva York, en playas que nunca visitamos juntos.

Ella se veía feliz, radiante, distinta.

Más viva que conmigo.

Pasé las fotos una tras otra hasta que me ardieron los ojos.

Después abrí la aplicación del banco sin saber por qué. Lo que encontré fue peor.

Los depósitos que yo hacía todos los meses, los fondos para los gastos de la casa, para Austin, para “ella”

Todos destinados a viajes, regalos, cenas… invertidos en su aventura.

El teléfono se me resbaló de las manos, cayendo en el asiento.

Me cubrí el rostro con ambas manos.

Por un momento, no supe si lo que sentía era rabia, tristeza o cansancio. Quizás todo al mismo tiempo.

Nos habíamos casado por conveniencia, sí.

Un trato entre familias: ella se casaba conmigo y yo aportaba el capital que su empresa necesitaba para no quebrar.

Nunca hubo amor ni promesas. Solo acuerdos, cláusulas y apariencias.

Yo acepté porque, en el fondo, quería formar una familia.

Quería una esposa, un hijo.

Una casa donde se escucharan risas, donde alguien me esperara al final del día.

Y aunque nunca me amo, yo sí la quise, y pensé que, con el tiempo, con paciencia, algo podía florecer entre nosotros.

Recuerdo aquella noche… la única vez que hubo algo parecido a intimidad entre los dos.

Habíamos bebido más de la cuenta en una cena.

Ella se rió por primera vez sin forzarlo, y por un momento creí que algo cambiaba, que podía verme como yo la veía.

Poco después de eso, vino el embarazo. Pero cuando me dio la noticia, su mirada no fue de alegría, sino de fastidio.

Juliette nunca quiso al bebé, ni siquiera cuando nació.

Yo me convencí de que era cuestión de tiempo, que el instinto maternal aparecería tarde o temprano.




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