Escogiendo una mamá

Capítulo 8

La casa de Luke tenía las luces del pórtico encendidas. Antes de tocar el timbre, la puerta se abrió. Luke lo miró unos segundos, con un gesto que daba a entender que Alex no necesitaba explicar nada pues ya lo entendía todo.

Lo abrazó fuerte, como si quisiera sostenerlo para que no se derrumbara.

—No tienes que decir nada, hermano —murmuró Luke contra su hombro—. Lo entiendo todo.

Alexander cerró los ojos un segundo. No lloró, ya no le quedaban lágrimas.

Dentro, Austin estaba sentado en el sofá grande, con Boby echado a sus pies y un tazón de helado casi vacío. Cuando vio a su padre, bajó la mirada.

Alex se acercó despacio, se agachó y abrió los brazos.

El niño se lanzó hacia él sin dudar.

—Lo siento, papá —susurró contra su cuello—. Yo…yo no quería que esa mujer fuera mi mamá. Ella era mala, era malvada.

Él lo abrazó más fuerte, lo alzó, se despidió de Luke y salió al jardín. Caminó hasta el columpio de madera y se sentó con Austin en su regazo.

—No te disculpes, hijo mío —dijo en voz baja, acariciándole el pelo—. Pasó lo que tenía que pasar. Ella no era para nosotros. Te lo prometo…la encontraremos.

Austin levantó la cara—. Papá… yo quiero una mamá que sea hermosa. Que tenga una sonrisa linda, que me mire con amor… y que también te mire a ti con amor.

Alexander sintió que el corazón se le partía en dos, porque Austin recordaba, recordaba las miradas de Juliette llenas de fastidio, de desprecio, de odio. Recordaba cómo su madre pasaba a su lado sin rozarlo, cómo nunca se sentaba a jugar, cómo a veces lo miraba como si él fuera la razón de todas sus desgracias.

Una lágrima solitaria rodó por la mejilla de Alexander, la limpió rápido, pero el niño igual la vio.

—La encontraremos —prometió, con la voz rota—. Siento que pronto la encontraremos.

Austin apoyó la cabeza en su pecho, se quedó dormido así, en brazos de su padre.

Los días pasaron, con la misma rutina.

Alex volvió a abrir Tinder, más no con la urgencia desesperada de antes. Mensajeaba, preguntaba, y cerraba conversaciones. Ninguna parecía encajar, ninguna tenía esa luz que él buscaba.

Y llegó el lunes.

El primer día de Austin en el nuevo colegio.

Alexander se despertó antes que el despertador. Cuando entró al cuarto del niño, lo encontró ya vestido, se levantó solo, se vistió solo, se preparó su mochila solo.

—¿Desde cuándo te levantas sin ayuda? —preguntó sorprendido.

—Quiero hacer amigos de verdad —contestó.

En el auto, el pequeño iba pegado a la ventanilla, mirando los árboles pasar. Alex lo observaba por el retrovisor, sentía orgullo y miedo: orgullo porque su hijo quería intentarlo otra vez, y miedo porque sabía lo crueles que podían ser los niños.

Llegaron temprano. Se tomaron de la mano y entraron.

—Espérame aquí un segundo —le dijo, señalando un banco—. Voy a hablar con el director.

Golpeó la puerta. El director lo recibió con respeto, poniendose de pie para recibirlo.

—Señor Campbell, bienvenido. Quiero decirle, con la mayor honestidad, que su hijo estará bien aquí—le aseguró—. Estará en las mejores manos.

Alexander asintió, agradecido.

—Hace poco perdió a su madre —explicó en voz baja—. Ha sido… complicado.

El director juntó las manos—. Lo lamento profundamente. Aquí haremos todo lo posible para que se sienta en casa. Si quiere, puede acompañarlo hasta el aula y quedarse hasta la campana. Es el salón catorce.

Alex sonrió. Un alivio extraño le recorrió el pecho, como si después de meses, estuviera tomando una decisión correcta.

—Me encantaría.

Tomó de nuevo la mano de Austin y caminaron por los pasillos amplios mientras veían las paredes repletas de dibujos de todos los colores y formas.

Al llegar al aula 14, la profesora estaba en la puerta: una mujer joven, de pelo negro recogido en una trenza.

Ella los saludó con una amabilidad y calidez que sorprendió a Alex. En el colegio anterior, las educadoras tenían siempre una expresión de hastío.

—Buenos días —saludó—. Tú debes ser Austin—se agachó a su altura y le acarició la cabeza con una ternura que ninguno esperaba.

Austin se quedó quieto, sin retroceder, pero tampoco se inclinó hacia la caricia. Estaba acostumbrado a que solo su papá, su abuela y Luke lo tocaran con cariño; cualquier otra mano le parecía extraña, casi peligrosa.

La profesora tomó su mano con naturalidad—. Ven, vamos a presentarte.

En ese momento sonó la campana, y Alexander se quedó en el umbral, observando.

La maestra pidió silencio con una palmada suave.

—Chicos, tenemos un compañero nuevo, se llama Austin Campbell. ¡Un aplauso para darle la bienvenida!

Los niños aplaudieron. Unos gritaron “¡Hola, Austin!”.

El pequeño giró la cabeza hacia su padre. Tenía las mejillas encendidas, sus ojitos abiertos y la boca apretada.

Se encontraba abrumado, y Alexander supo que su hijo intentaba ser valiente, y él quiso llorar, quiso derrumbarse en ese lugar. No era justo que su hijo hubiera creado una armadura, una coraza que le impidiera sonreír ¡Maldición!, no era justo.

Sin querer demostrar su dolor, le guiñó un ojo y levantó el pulgar.

Austin tragó saliva y asintió.

Alexander iba a irse cuando de pronto lo chocaron por el costado con fuerza. Perdió el equilibrio un segundo y se agarró del marco de la puerta.

—¡Ay, perdón! —exclamó una voz femenina, apurada, sin detenerse a mirarlo.

Pasó casi corriendo, sujetando la mano de una niña de cabello castaño y mochila rosa.

Alexander frunció el ceño, acomodándose la chaqueta, y refunfuñando se marchó por el pasillo.

Al mismo tiempo, la misma mujer llegó a duras penas al salón de su sobrina. Ambas respiraban agitadas.

—Dios mío, Charlotte, por venir tarde, casi botamos a ese pobre hombre—se llevó una mano al pecho.




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