Escogiendo una mamá

Capítulo 10

Sarah

Familia…es una palabra que me sabe a miel. Suave y gentil para un lazo fuerte. Es el lugar donde te caigas las veces que te caigas, siempre habrá unos brazos que te levanten. Donde se ríen, aunque estén cansados, y se abrazan, aunque estén enojados. Yo he visto ese amor de verdad, en mis abuelos que todavía se toman de la mano, en mis papás que se miran como el primer día, en John, Luz y Will junto a Audrey que se pelean y cinco minutos después están jugando otra vez.

Yo solo quiero eso. Un amor que me vea a mí, a Sarah, no al apellido ni a la cuenta del banco. Un amor que me haga sentir que toco el cielo con las manos y que nunca más me deje caer sola.

Solo Dios sabe los años que llevo guardando todo este cariño, esperando al hombre que Dios tenga preparado. Sé que un día me van a llamar esposa… y mamá. Esa palabra que me hace temblar de emoción.

A veces digo que trabajar en el colegio es como tener muchos cajoncitos en el corazón: uno para cada niño que necesita algo diferente. Hoy desperté con uno vacío, sin nombre…todavía no sabía para quién.

Dejé a Charlotte en su sala. La profesora la recibió con un abrazo y ella me regaló una sonrisa amplia. La miré y me dio una punzada en el pecho.

No fue por ella, sino porque verla con esa felicidad, me hace sentir más fuerte el hueco que llevo dentro. Nadie lo sabe, nadie sospecha lo vacía que me siento a veces.

La sonrisa que le devolví fue la misma de siempre, luminosa por fuera, con nostalgia por dentro. Había algo latiendo en mi interior, un deseo que no sabía todavía para quién sería… un deseo que empezaba a buscar su lugar.

Mientras caminaba por el pasillo, saludé a las profesoras. Ahora me responden con cariño, pero al principio no fue así. Al escuchar mi nombre, todas se alejaban de mí como si fuera peligrosa. Me tomó tiempo que confiaran y entendieran que soy una persona como cualquiera, que mi apellido no me define.

Me acerqué a ellas, que cuchicheaban entre sí. Me incluí en la conversación con una sonrisa.

—¿De qué hablan? —pregunté.

Una de ellas se acercó—. Del niño nuevo. El que ingresó hoy.

—Sí, mi madre me comentó—respondí.

—Bueno, leímos sus documentos y… Dios, Sarah, estamos apostando cuánto demora en hacer de las suyas.

—¿Cómo que “de las suyas”? —fruncí el ceño.

—Sí, tiene un montón de anotaciones, al parecer lo expulsaron de su colegio porque se aburrieron de él.

Abrí los ojos como plato. ¿Cómo pueden “aburrirse” de un niño?

—El deber del colegio es apoyarlo, contenerlo —dije con firmeza.

Ellas se miraron entre sí.

—Ay, Sarah… tú siempre ves esperanza en todo.

—Porque la hay —respondí—. Todo tiene solución, excepto la muerte.

Se carcajearon y yo seguí mi camino hacia la oficina del profesor de educación física. Estamos organizando la competencia escolar regional, que este año se realizará aquí. Será un evento importante… y mi Charlotte competirá, por lo que tiene que quedar perfecto.

Después de coordinar lo necesario, caminé por el pasillo hasta llegar al patio. Me gusta ver a los niños correr, gritar, ser felices sin complicaciones.

De lejos vi a un niño chiquito, delgado, pelo claro, jugando con otros tres a la pelota. No reía, pero corría con todas sus fuerzas. Me quedé mirándolo y, sin darme cuenta, empecé a sonreír, por un niño al que ni siquiera conocía.

No sé cómo explicarlo…no corría como los demás niños. Ellos lo hacían con naturalidad, jugaban, reían y chocaban sin miedo. Él…lo hacía distinto, casi torpe, como si estuviera probando por primera vez lo que era correr libremente. Me resulto dulce y doloroso verlo.

Sin embargo, me quede ahí, parada, mirándolo.

Y de pronto…él sintió mi mirada.

Se detuvo un segundo, sorprendido. Fue ahí cuando noté sus ojos: grandes, atentos, hermosos…y tan tristes que se me apachurró el corazón. Antes de que pudiera acercarme, él se dio la vuelta rápido y siguió jugando, como si no supiera qué hacer con la atención.

Yo tampoco supe qué hacer con la sensación que me dejó en el pecho.

Más tarde iba camino a la sala de profesores cuando escuché pasitos rápidos. Probablemente niños corriendo, doblé la esquina, y un pequeño torbellino chocó contra mí.

—¡Uy! —solté.

No me importó caer al suelo, lo único que hice, por instinto, fue rodearlo con los brazos. Sujetarlo, protegerlo, que no sufriera daño alguno.

Él quedó acurrucado contra mí, rígido cual un gatito asustado.

Yo me golpeé fuerte la espalda, más no me quejé.

Únicamente pensé: Que no se asuste… que no crea que hizo algo malo.

Lo ayudé a ponerse de pie, despacito.

—¿Estás bien? —le pregunté con la voz más dulce que pude.

Él asintió mordiendo su labio. Vi como intentaba no temblar, vi el miedo, y también vi algo peor: la costumbre.

Los niños que se asustan esperan consuelo. Los niños acostumbrados a no recibirlo… esperan un regaño.

Me arrodillé un poco para estar a su altura.

—¿Cómo te llamas?

Nada. Se cerró por completo. Apretó su cuaderno contra el pecho, como si fuera su escudo.

Sentí un nudo en la garganta. Había una historia triste detrás de esos ojos, y era demasiado grande para un niño tan pequeño.

—Yo soy Sarah —dije—. Por si algún día necesitas ayuda… o un apapacho.

Cuando pronuncié esa palabra, sus ojos se abrieron un poco.

Reí, suavemente.

—¿Sabes lo que es un apapacho?...Es cuando tienes miedo, o pena, o nervios, y alguien te da un abrazo para que se te pase.

Por un segundo, vi un brillo en sus ojos, en sus bonitos ojitos.

Me aparté un poco, para no abrumarlo.

—Bueno… te dejo ir, campeón.

No sé por qué le dije campeón. Simplemente me salió.

Al decirlo, algo en su expresión cambió, bajó la mirada y, cuando pensé que se iría sin decir una palabra…

—…Austin.




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