Escogiendo una mamá

Capítulo 11

Después del choque en el pasillo, Austin volvió a su sala de clases caminando despacito, con los hombros encogidos y el cuaderno apretado contra el pecho. No dijo nada cuando entró; solo entregó la libreta, se sentó en su pupitre, y se quedó mirando la mesa. No escuchaba a la profesora ni a los demás niños. Solo escuchaba una palabra que daba vueltas y vueltas en su cabeza:

Apapacho… apapacho…

No entendía por qué le gustaba tanto decirla por dentro. Papá lo abrazaba cuando llegaba del trabajo, cansado pero feliz de verlo. La abuelita Beatrice lo llenaba de besos en la frente. Sin embargo, esto era distinto.

Apapacho sonaba a algo que te envuelve, que te quita el frío, que te dice “aquí estás a salvo” sin necesidad de palabras. Austin lo deseó tanto que se le apretó la garganta.

Sin darse cuenta, se llevó una mano al pecho. Ahí había un calorcito chiquito, como una velita recién encendida. No dolía…era raro, y bonito.

La profesora puso una hoja blanca delante de cada niño.

—Hoy vamos a dibujar a nuestra familia —dijo con voz alegre—. Lo que ustedes sientan que es familia.

Austin tomó el lápiz negro. Primero se dibujó a él: serio, con el pelo parado. A papá, alto y fuerte, con la corbata floja porque siempre llegaba corriendo a casa. A la izquierda puso a Boby, su perro, y a la derecha dibujó a la abuelita Beatrice con su sonrisa grande.

Luego se quedó mirando el espacio que quedaba al lado de Alexander. Algo le faltaba, algo que no sabía explicar, y que anhelaba con todo su corazón.

Empezó a trazar una forma: un círculo para la cabeza, una línea larga para el cuerpo. Era una mujer. Aún no tenía cara, ni pelo. Solo era una silueta. Austin la miró un rato largo.

Susurró tan bajito que nadie lo oyó—. Esta es la familia que yo quiero… Papá, mamá, Boby y yo.

Al sonar la campana, todos salieron corriendo a la entrada. En cambio, él se quedo un tiempo más observando el pasillo.

Buscaba algo, o a alguien.

No sabía qué, o sí sabía…Quería verla otra vez. No entendía por qué, pero quería.

Sarah no apareció.

Resopló bajito, se colgó la mochila al hombro y salió.

En la reja del colegio, Beatrice lo esperaba sonriente, con esa sonrisa que intentaba contagiarle, aunque él no pudiera devolverla de la misma manera.

Tenía los brazos abiertos—. ¡Mi tesoro! —gritó desde lejos.

Austin caminó despacio, serio como siempre, y le dio mano. Beatrice cerró los brazos agachándose un poco.

—¿Cómo te fue, mi cielo? ¿Tuviste un día bonito?

Él asintió, mirando el suelo. No saltó, no sonrió, no corrió a abrazarla como hacían otros niños con sus abuelos. Pese a que Beatrice estaba acostumbrada, cada día le dolía un poquito más.

Desde la ventana de la sala de profesores, Sarah los veía. Tenía la frente apoyada en el vidrio. Reconoció a la mujer de inmediato: la amiga de su mamá. Recordó haberla visto muchas veces, siempre amable, siempre cariñosa.

Su madre, Leonore, le había dicho: “El pobre ha pasado por cosas difíciles”, pero no le explicó cuáles. Ahora Sarah entendía que eran cosas muy grandes y tristes para un niño tan pequeño. Sintió una punzada en el pecho, una ternura y una preocupación que no pudo ignorar.

—¿Qué tienes, campeón? —susurró ella, sin darse cuenta.

Beatrice, mientras tanto, le quitó la mochila a Austin y lo guio al auto.

Cuando llegaron a casa, Alexander se encontraba en la sala de estar, recién había terminado una conferencia virtual.

Al ver a su hijo entrar por la puerta, se levantó de inmediato.

—¡Hijo!

Austin se acercó, y él lo abrazó fuerte, apretándolo contra su pecho como si hubiera pasado semanas sin verlo.

—Cuéntame, ¿Cómo te fue hoy?

—Bien…—apoyó la cabeza en su hombro.

Alex sonrió—. ¿Sí? ¿De verdad?

El pequeño lo pensó un segundo, se acercó a su oído y habló a modo de secreto—. Las zapatillas me sirvieron.

—¿Sí? —parpadeó.

—Sí, me invitaron a jugar a la pelota. Yo… yo no quería. Me dio miedo, pero me acordé de lo que me dijiste, y… —miró sus zapatos— …y las zapatillas me hicieron muy valiente.

Alex cerró los ojos, el aire se le atoró en el pecho. Las palabras de su hijo eran tan minúsculas…no obstante, para él eran enormes.

Lo abrazó aún más fuerte, como si quisiera proteger cada pedacito de ese avance tan valioso—Estoy muy orgulloso de ti —murmuró contra su cabello.

Austin se aferró a su camisa—. Papá… la pasé bien. No me dieron ganas de portarme mal.

Esas palabras, tan simples, hicieron que sus ojos se llenaran de lágrimas, que se contuvo por no derramar.

—Gracias, hijo —su voz salió temblorosa—. Gracias por intentarlo.

El niño levantó la cabeza, buscó su mirada y sonrió apenas, una sonrisa chiquita, tímida.

Alexander apoyó su frente contra la del niño.

Beatrice que observaba desde la distancia, por primera vez, en mucho tiempo—exactamente desde que su hijo se casó con Juliette—sintió que todo iba a estar bien.

.

.

.

A la mañana siguiente, Austin despertó antes de que sonara el despertador. No sonreía —porque él casi nunca lo hacía—, pero sus manos temblaban un poquito.

El corazón le latía más rápido de lo normal, como cuando Boby escucha el ruido de una bolsa de galletas.

Se levantó, abrió el armario y eligió la camiseta azul que más le gustaba, la que tenía un pequeño tiranosaurio en el pecho. Se puso las zapatillas valientes y se peinó con las manos, mirando su reflejo en el espejo. Quería estar listo antes de que papá lo llamara.

Alexander pasó frente a su puerta y se detuvo, sorprendiéndose al verlo ya vestido, con la mochila cerrada y la chaqueta puesta.

—¿Tan temprano, campeón?

—Sí—bajo la mirada. Su pie se movía inquieto, como si quisiera salir corriendo de inmediato.

Desayunaron juntos. Él no podía dejar de mirar a su hijo, verlo comer sin protestar era un milagro.




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