A la mañana siguiente el colegio parecía distinto. Sarah ya estaba en el pasillo cuando los primeros niños comenzaron a llegar. Llevaba un vestido azul claro y el pelo suelto. Sus dedos jugaban nerviosos con una pequeña bolsita de papel celeste decorada con estrellas doradas.
Se movía de un lado a otro frente a la puerta de la sala, intentando aparentar tranquilidad, pero su respiración la traicionaba.
Cuando vio aparecer a Austin al final del pasillo, su rostro se iluminó por completo. Una sonrisa se extendió de oreja a oreja.
Austin también la vio, sintió que sus piernas se controlaban solas, pues aceleró los pasos, y corrió sin pensarlo.
—¡Mi pequeño campeón! —dijo, agachándose justo cuando él se detuvo frente a ella, su voz temblaba de la emoción.
El niño respiraba rápido, como si acabara de llegar a la meta otra vez. Sus ojos brillaban, y Sarah, todavía de rodillas, levantó la bolsita.
—Buen día, pequeñito. Adivina qué…Te estaba esperando para darte algo.
Austin parpadeó, curioso, y un suave rubor le subió a las mejillas. Tomó la bolsita con cuidado. La abrió lentamente y sacó un llavero plateado. En el centro, grabado en letras doradas, decía:
Para el número 1 – El corredor más rápido del mundo.
Los ojos del niño se abrieron como platos. Miró a Sarah, miró el llavero, volvió a mirar a Sarah, y de pronto dio un paso adelante y la abrazó.
Fue un abrazo rápido, tímido. Ella se quedó helada un segundo, y al darse cuenta de que era Austin quien había dado el primer paso, lo rodeó con los brazos y lo apretó fuerte, muy fuerte, como quien encuentra algo que había pedido hace mucho.
Su mano subió y bajó por la espalda de él, despacio, a la misma vez que cerraba los ojos un segundo para guardar ese momento en su memoria.
—Nunca olvides que eres un ganador.
Él la contemplo. Sus ojos marrones la miraron con un cariño que hizo que a ella se le derritiera el corazón.
De pronto sonó la campana. Sarah se puso de pie, y le revolvió el pelo—. Que tengas un día maravilloso.
—Gracias —expresó, apretando el llavero contra el pecho. Entró al salón con la profesora. Durante toda la clase presto atención como siempre, pero, cada vez que podía, metía la mano al bolsillo para tocar el llavero y sonreír.
Era como si ese objeto fuera la prueba de que alguien más creía en él.
Al sonar el timbre para el recreo, Sarah y Charlotte se encontraban sentadas en una banca bajo el árbol grande del patio. Tenían una caja de jugo cada una y un pote lleno de frutillas, arándanos y trozos de mango.
—¡Austin! —gritaron al unísono.
Él corrió a ellas sin pensarlo dos veces.
—Te estábamos esperando —comentó Sarah, palmeando el espacio vacío entre ellas—. Es un picnic para celebrar tu triunfo.
Charlotte empujó el pote a él—. Toma frutillas, son las más dulces.
Austin se sentó. Tomó una frutilla y la mordió; el jugo le corrió por la comisura de los labios. Charlotte lo limpió con una servilleta sin pedir permiso, y le preguntó—. Austin, yo nunca he visto a tu papá. ¿Cómo es?
El niño se quedó pensando un segundo—Es… —empezó, y se detuvo—. Es gordito y bajito—se mordió el labio de inmediato, sabiendo que acababa de mentir descaradamente.
Sarah abrió los ojos como platos y Charlotte frunció el ceño—. ¿No se parece a ti? Porque tú eres muy bonito.
Austin se sonrojó hasta las orejas, negó con la cabeza sin decir nada.
Sarah se echó a reír, divertida por la situación.
Así pasaron los minutos, con risas, jugo, y frutas. Cuando sonó la campana, los tres se levantaron a regañadientes.
La castaña le revolvió el pelo una vez más—. Nos vemos mañana, campeón.
Austin asintió y corrió a su salón.
En casa, esa tarde, Alexander lo recibió en la puerta con los brazos abiertos, y su hijo se lanzó a él como siempre.
—¿Qué traes ahí?
Austin abrió la mano y le mostró el llavero—. Me lo regaló Sarah.
—¿Sarah? ¿La mujer de la competencia?
—Sí —sonrió.
La sonrisa del niño era tan plena que a Alex le tembló algo por dentro.
Ver a su hijo sonreír así por alguien que no era familia, era nuevo, hermoso…y también desconocido. No sabía si debía considerarlo como algo bueno…o un riesgo.
Solo esperaba que esa cercanía no terminara lastimándolo. Su hijo ya había sufrido demasiado. No preguntó nada más. Solo lo abrazó otra vez.
Con el paso del tiempo, algo fue cambiando en Austin. En los pasillos, buscaba con los ojos, y cuando encontraba a Sarah, su rostro se encendía como si alguien hubiera prendido una luz unicamente para él.
Se acercaba a ella sin prisa, a veces solo para contarle algo pequeño, que había terminado un dibujo, un chiste que su tío Luke le había contado o que había soñado con correr otra vez. Otras veces no decía nada. Se sentaba a su lado, apoyaba la cabeza en su brazo unos segundos, como si ella fuese su lugar seguro.
Sarah lo escuchaba, lo miraba, le sonreía. Le acomodaba el cuello de la polera, le limpiaba las manos cuando se manchaba con jugo, le celebraba los logros con alegría, como lo haría una madre. Y Austin, que no siempre sabía cómo nombrar lo que sentía, empezó a sentirse tranquilo, protegido, querido. Reía más fuerte, se permitía jugar sin temor, y si algo lo inquietaba, era a ella a quien buscaba primero, como si su sola presencia bastara para ordenar lo que lo rodeaba.
Para Sarah, ese vínculo creció despacio, sin darse cuenta. No era solo empatía; era un cariño genuino, que poco a poco comenzó a llenar el vacío de su pecho. Verlo confiar, verse elegida por ese niño, la conmovía más de lo que estaba dispuesta a admitir.
Y fue justo cuando esa rutina cálida, que ya era parte de sus días, que Beatrice llegó una tarde con una noticia inesperada.
—Nos invitaron a un cumpleaños —anunció la abuela aquella tarde, dejando el bolso sobre la mesa—. Es de la nieta de una de mis mejores amigas.