El carruaje avanzaba lentamente por las calles adoquinadas de Londres, su interior iluminado solo por la luz de la luna que se filtraba a través de la ventanilla. William ajustó los puños de su elegante chaqueta negra, sintiendo una incomodidad que no tenía nada que ver con la ropa que llevaba puesta. Era su mente la que no encontraba descanso.
Había pasado una semana desde que escuchó a Lord Hamilton presumir su inminente matrimonio con Harmony y hablar de ella con una insolencia que lo había llevado al borde de querer usar la violencia. Desde entonces, su mente no dejaba de traerla de vuelta, con su mirada suplicante y su voz pidiéndole una oportunidad para vivir una aventura antes de resignarse a un destino que no deseaba. Él se la negó, porque no podía permitirse mezclarla en algo tan peligroso como su misión, pero ahora... no podía evitar preguntarse si había hecho lo correcto.
El carruaje se detuvo frente a la imponente residencia de los Condes de Essex. Desde la ventanilla, William pudo ver la magnificencia del evento: la fachada estaba iluminada con faroles dorados, y las escalinatas de mármol recibían a los invitados que desfilaban con sus máscaras y atuendos lujosos. La aristocracia londinense se había reunido para esta velada, y él sabía que, entre el bullicio de la música y el murmullo de las conversaciones, podía encontrar información clave sobre la red de traición que amenazaba la estabilidad del Reino.
Con una máscara negra sencilla que solo cubría la parte superior de su rostro, descendió del carruaje con su característico porte elegante y avanzó con paso seguro hacia la entrada. Su madre no lo había acompañado, ni tampoco Cristal, lo que en cierta forma le aliviaba. No quería distracciones esa noche.
Al cruzar el umbral del gran salón de baile, se vio rodeado por un espectáculo de opulencia. Los candelabros de cristal colgaban como joyas resplandecientes del techo, proyectando destellos sobre los vestidos de satén, brocado y seda de las damas, cuyos colores vibrantes resaltaban en la luz cálida. Los caballeros, con sus chaquetas bordadas y máscaras elaboradas, conversaban en pequeños grupos, sosteniendo copas de champán. La música flotaba en el aire, entremezclándose con las risas y murmullos de los invitados.
William se deslizó entre la multitud con la naturalidad de alguien que pertenecía a ese mundo, pero con la mirada siempre analítica, buscando rostros clave. Su misión exigía discreción, así que debía actuar con la sutileza de un jugador de ajedrez, haciendo movimientos precisos sin revelar sus verdaderas intenciones.
—¡Ah, Su Excelencia, Duque de Wellington! —exclamó una voz masculina, atrayendo su atención.
William giró levemente la cabeza y vio acercarse a Lord Edgar Beaufort, Vizconde de Hargrove, un hombre de unos cincuenta años, de cabello canoso y ojos astutos. Era conocido por su gran fortuna y su participación en el comercio de especias en las colonias.
—Lord Beaufort, un placer verlo. —William extendió la mano con una sonrisa cortés.
—El placer es todo mío, Duque. Hace mucho que no asistía a un evento de esta magnitud. Los Spencer han hecho un excelente trabajo con este baile.
—Sin duda. Debe ser difícil organizar algo de esta envergadura cuando la atención de todos está en asuntos más importantes... —respondió William con tono casual, observando la reacción del vizconde.
Beaufort bebió un sorbo de su champán antes de asentir con gravedad.
—Los tiempos han cambiado, Su Excelencia. Las cosas se están moviendo en la sombra, y no todos están preparados para lo que viene.
—¿A qué se refiere exactamente?
—Digamos que hay ciertos rumores en los círculos políticos. Algunas alianzas que no deberían existir... y ciertas figuras que han ganado poder de forma poco convencional.
William fingió interés sin parecer demasiado inquisitivo.
—Espero que la Corona esté al tanto de estos movimientos. No quisiéramos que la estabilidad del Reino se viera afectada.
—Oh, la Corona lo sabe, sin duda. Pero la pregunta es… ¿quién en verdad le es leal y quién juega en ambos bandos? —respondió el vizconde enigmáticamente, bajando la voz.
Antes de que William pudiera indagar más, Lord Albert Devon, un aristócrata con ambiciones políticas, se unió a la conversación con una sonrisa forzada.
—¿De qué hablan con tanto misterio, caballeros? No querrán aburrir a las damas con temas tan serios.
William reconoció la interrupción como un intento deliberado de desviar la conversación, lo que solo reforzó su sospecha de que Devon tenía algo que ocultar. Decidió no presionarlo en ese momento.
—Simplemente compartimos impresiones sobre el estado de la política actual. Nada que preocupe a las damas, desde luego. —respondió con una sonrisa.
—Sabia decisión, Duque. Las mujeres prefieren la música y el baile a las conspiraciones. —replicó Devon con una carcajada, dando un sorbo a su copa.
En ese momento, William desvió la mirada y su atención quedó atrapada en una figura al otro lado del salón.
Una mujer de cabello negro como la noche, envuelta en un vestido de terciopelo azul profundo que abrazaba su silueta con elegancia. Llevaba una máscara plateada que ocultaba la parte superior de su rostro, pero él no necesitaba verla completamente para reconocerla.
Era Harmony.
Por un instante, se quedó observándola en silencio, sin que ella notara su presencia. La última vez que la vio, sus ojos estaban llenos de súplica, pidiéndole algo que él se negó a concederle.
—Parece que Su Excelencia ha encontrado algo más interesante que nuestras charlas políticas. —comentó Beaufort con una sonrisa ladina, notando la dirección de su mirada.
William no respondió de inmediato. La idea de que Harmony estuviera allí, en medio de la alta sociedad, vestida con aquel traje que la hacía resplandecer, le produjo un extraño malestar.
—Solo observo a los invitados. —respondió con calma, desviando la mirada.