Lady Emma observó con atención a su madre mientras fingía estar ocupada con unas cartas de correspondencia. Lady Margaret parecía ausente, su mirada perdida en pensamientos que Emma no podía descifrar. No era común verla así, pero eso jugaba a su favor.
—Madre, Harmony y yo queremos salir a dar un paseo esta tarde. Hace un día encantador, y nos vendría bien un poco de aire fresco —dijo con naturalidad.
Lady Margaret apenas levantó la vista de las cartas y asintió con indiferencia.
—Sí, claro… no se alejen demasiado.
Emma compartió una mirada con Harmony, quien aún dudaba, pero ante la falta de interés de su madre, no tuvo excusa para negarse.
—Gracias, madre —respondió Emma rápidamente antes de que pudiera cambiar de opinión.
Al salir de la mansión Spencer, Harmony la miró con cierta sospecha.
—Emma… ¿por qué tengo la sensación de que no es solo un paseo?
Emma sonrió con picardía.
—Porque me conoces bien, hermana.
—Emma… —Harmony la miró con advertencia, deteniéndose en la acera.
—Confía en mí —dijo Emma, tomando su brazo para hacerla caminar—. Es solo una visita… a alguien que sé que quieres ver.
El corazón de Harmony dio un vuelco.
—¿De quién hablas?
—Lo verás en un momento —fue la única respuesta de Emma, sin poder ocultar su sonrisa traviesa.
El carruaje las llevó hasta Regent Street, y al bajar, Harmony reconoció la elegante silueta de Lord George Brown esperándolas en la entrada de una residencia discreta pero distinguida.
—¡Ah, mis encantadoras damas Spencer! —exclamó George con su acostumbrado tono encantador, inclinando la cabeza en saludo—. Lady Emma, siempre un placer. Y Lady Harmony… qué gusto verla nuevamente.
Harmony sintió que su corazón se aceleraba.
—Lord Brown… ¿qué estamos haciendo aquí?
George sonrió con complicidad.
—El duque las espera adentro.
Harmony abrió los ojos con sorpresa, y su expresión, normalmente serena, se iluminó con una emoción que no podía ocultar.
—¿Lord William?
George asintió.
—Así es. Y creo que le alegrará mucho verla.
Emma observó a su hermana con diversión.
—¿Entramos?
Harmony asintió, intentando calmar el latido desenfrenado de su corazón. Sin embargo, mientras subía los escalones junto a su hermana y George, solo podía pensar en una cosa: en unos momentos, volvería a ver a William.
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Harmony entró en la residencia con cautela, observando con curiosidad cada rincón. No era una casa ostentosa como la mansión de los Goldsmith, pero tenía un aire de elegancia sobria, decorada con buen gusto y sin excesos. No pudo evitar preguntarse cuántas veces William habría buscado refugio en ese lugar lejos de las exigencias de su título.
George caminó delante de ellas con paso seguro y las condujo por un pasillo hasta una habitación sencilla, con muebles de madera oscura y una gran ventana que dejaba entrar la luz tenue del atardecer. En el centro, sobre la cama, William dormía profundamente, su rostro relajado por el descanso.
—Aquí lo tienen —susurró George con una sonrisa—. No ha estado del mejor humor estos días, pero creo que esto le alegrará.
Harmony sintió un nudo en la garganta al verlo así. Parecía vulnerable, muy diferente al hombre fuerte y seguro que siempre mostraba ser. Su pecho subía y bajaba con una respiración acompasada, y su brazo herido descansaba sobre la sábana.
Instintivamente, se acercó con pasos silenciosos, como si temiera despertarlo. George notó la escena y luego miró a Emma, quien observaba con el ceño fruncido.
—Creo que deberíamos dejarlos a solas —dijo George en voz baja.
Emma abrió los ojos con sorpresa.
—¡No podemos hacer eso! ¡Es completamente impropio!
George sonrió con diversión.
—¿Y no fue impropio que vinieran hasta aquí sin una carabina?
Emma cruzó los brazos, indignada.
—Eso es distinto.
—Oh, claro que lo es —dijo George con tono burlón—. Pero creo que en este caso… el Duque y su dama merecen un momento sin interrupciones.
Emma apretó los labios con frustración, pero al final accedió a salir con él, aunque murmurando protestas mientras cerraban la puerta.
Ahora sola, Harmony tragó saliva y miró a William nuevamente. Se veía agotado, pero aun así, su mera presencia le producía una calidez inesperada. Con delicadeza, se sentó al borde de la cama y estiró la mano, rozando suavemente su cabello desordenado.
—Has pasado por tanto… —susurró, como si él pudiera oírla.
Suavemente, tomó su mano, sintiendo el calor de su piel bajo sus dedos. Su corazón latía apresuradamente, pero no retiró la mano. Se permitió, aunque fuera solo por un momento, disfrutar de la cercanía de William, como si en ese pequeño instante, el mundo exterior dejara de existir.
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William se agitó en la cama, su respiración se tornó errática y su frente perlada de sudor reflejaba la angustia de la pesadilla que lo asfixiaba. En su mente, el niño que había sido luchaba desesperadamente contra las sombras que lo oprimían.
—¿Q-qué quieres? —balbuceó el pequeño William, su voz temblorosa apenas un susurro.
El hombre no respondió. Sus pasos resonaban en la oscuridad, cada uno más pesado que el anterior. Su silueta imponente se recortaba contra la escasa luz de la estancia, avanzando con una lentitud escalofriante, como un depredador que disfruta la desesperación de su presa.
William quiso retroceder, pero su cuerpo no respondía. El miedo lo tenía paralizado, sus rodillas temblaban, y su corazón latía con tanta fuerza que pensó que estallaría.
Y entonces, el hombre lo atrapó.
Unas manos enormes y despiadadas se cerraron sobre su pequeño cuello, oprimiendo sin piedad. William luchó con todas sus fuerzas, pataleó, intentó arañar los brazos que lo aprisionaban, pero la presión aumentaba.