Harmony intentaba concentrarse en su escritura, pero las palabras no fluían como de costumbre. El tintero yacía sobre su escritorio, la pluma temblaba en sus dedos, pero no lograba plasmar nada en el papel. Sus pensamientos estaban en otra parte, en alguien más. William.
Habían pasado días desde la última vez que lo vio, desde que sintió su calor, desde que sus labios tocaron los suyos con aquella dulzura que la había hecho sentirse en el cielo. Desde aquella noche en que él le había confesado su amor, desde que se había dormido en sus brazos, sintiéndose protegida y amada como nunca antes.
Pero después de eso, nada. Ni una carta, ni un mensaje, ni una visita.
El corazón de Harmony latía con inquietud. ¿Habría cambiado de opinión? ¿Se habría arrepentido de sus palabras? ¿De su amor?
Justo cuando comenzaba a sentir que la angustia la consumiría, la puerta de su habitación se abrió y Lotty apareció con el rostro ligeramente exaltado.
—Mi lady… —dijo la doncella, con un tono de emoción contenida.
Harmony se levantó de golpe, con el corazón acelerado.
—¿Qué ocurre, Lotty?
—El duque ha venido. Está aquí.
El alma de Harmony pareció regresar a su cuerpo en un instante.
—¡William! —susurró con alegría, sintiendo que su corazón quería salirse de su pecho—. ¿Dónde está?
—En el salón principal, ha venido a hablar con su excelencia, su padre.
Harmony no lo pensó dos veces. Quería bajar, quería verlo, quería correr hacia él y asegurarse de que realmente estaba ahí, de que no era un sueño más que su mente desesperada le estaba jugando.
Pero cuando intentó salir, Lotty se interpuso.
—No, mi lady. Debe esperar aquí.
Harmony frunció el ceño, confundida.
—¿Esperar? ¿Por qué?
—Porque este es un asunto entre caballeros. No puede interrumpir la conversación que el duque tendrá con su padre.
Harmony se mordió el labio con frustración.
—Pero… ¿y si mi padre lo rechaza?
Lotty no supo qué responder a eso.
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El conde de Essex se encontraba sentado en su sillón, con el ceño fruncido y los brazos cruzados sobre su pecho. Su expresión era de absoluto desagrado. Frente a él, de pie, con la espalda recta y la mirada firme, estaba William Goldsmith, duque de Wellington.
—Debo decir, su excelencia —dijo el conde con frialdad—, que no esperaba su visita.
William no titubeó.
—Y sin embargo, estoy aquí.
—Lo sé perfectamente. Sé por qué ha venido.
El conde lo observó con severidad. No necesitaba que William dijera nada para saber lo que estaba ocurriendo. Era evidente.
—No quiero escuchar su petición —añadió el conde con dureza—. No voy a permitir esta unión.
William no se dejó intimidar.
—Con todo respeto, milord, creo que al menos debería escucharme.
El conde entrecerró los ojos. Estaba a punto de responder con otro comentario cortante cuando sintió una mano sobre su brazo. Era Margareth.
—Robert mi amor… —susurró ella con suavidad—. Déjalo hablar.
El conde volteó hacia su esposa con una mezcla de sorpresa e incredulidad.
—¿De verdad crees que debo darle una oportunidad?
—Lo que creo —dijo Margareth con calma— es que no deberíamos condenarlos antes de escucharlo.
El conde la miró largamente, como si evaluara sus palabras. Luego, tras unos segundos de silencio, suspiró con resignación y volvió su mirada hacia William.
—Está bien. Hable, duque.
William sostuvo la mirada del conde con determinación y dio un paso adelante.
—He venido a pedir la mano de su hija menor, Lady Harmony.
La declaración, aunque esperada, cayó como un peso en la habitación. Margareth se mantuvo serena, pero el conde resopló con molestia.
—¿Con qué derecho cree que puede hacerlo?
—Con el derecho que me da mi amor por ella —replicó William sin titubeos—. La amo. Y deseo convertirla en mi esposa, mi duquesa y madre de mis hijos.
El conde rió, pero no con diversión.
—¿Amor? ¿Cree que con eso es suficiente?
—Sé que el amor no es lo único que importa —admitió William—, pero también sé que es lo más importante. Y yo amo a Harmony con cada fibra de mi ser y si usted me da su mano prometo cuidarla , protegerla, brindarle el cariño, y siempre respetarla
El conde se levantó de su asiento y caminó hacia William con aire desafiante.
—Dígame algo, duque. Si realmente la ama… ¿Por qué desapareció tantos días sin dar señales?
William respiró hondo.
—No puedo revelarle los motivos de mi ausencia —respondió con seriedad—, pero le aseguro que no fue por desinterés ni por falta de compromiso con Harmony.
El conde apretó la mandíbula.
—¿Y qué me dice de su linaje? ¿Cómo sé que no seguirá los pasos de su padre?
William sintió el golpe de esas palabras.
—No soy mi padre, milord.
—Eso ya lo veremos.
Margareth, que había estado en silencio hasta ese momento, miró a su esposo con súplica.
—Robert, por favor…
El conde suspiró pesadamente.
—Lo pensaré. No prometo nada.
William asintió.
—Agradezco que al menos lo considere.
El conde no respondió. Se limitó a hacerle un gesto a uno de los criados para que escoltara al duque fuera de la mansión.
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La tarde estaba cayendo cuando William cruzó las puertas de su mansión, sintiendo el peso del día sobre sus hombros. El aire dentro de la casa era cálido, con el crepitar de la chimenea en los pasillos y la luz de los candelabros iluminando cada rincón. Sin embargo, su mente estaba en otra parte, en la conversación que había tenido con el conde de Essex.
Apenas se adentró en el vestíbulo, una voz lo recibió con un déje de impaciencia.
—William, ¿dónde has estado todo el día? —Lady Amanda, su madre, lo miraba con desaprobación desde la entrada del salón, con una copa de jerez en la mano y una expresión de evidente molestia.