La llamada

La tormenta golpeaba los vidrios con furia, como si intentara meterse en la casa. Clara no podía apartar la vista de la hoja manchada con su propio nombre.
La tinta todavía brillaba.

Marcó el número de Laura otra vez.
Tono.
Silencio.
Otro tono.
Y luego, la misma voz automática, monótona y cruel:

“El número que usted marcó no se encuentra disponible…”

Cerró el teléfono con tanta fuerza que le crujieron los dedos. Algo dentro de ella sabía que no era solo una llamada perdida. Laura estaba en peligro desde que la pluma escribió su nombre.

Corrió al armario, se puso un abrigo y salió.
La lluvia caía como agujas heladas sobre su piel. Las calles estaban vacías, como si toda la ciudad estuviera conteniendo la respiración. Las luces parpadeaban al ritmo de sus pasos… como si alguien más caminara a su lado.

Cuando llegó a la esquina donde vivía Laura, la casa estaba completamente a oscuras.
Ni una luz.
Ni un sonido.

—Vamos… —susurró, apretando el celular contra el pecho.

Marcó de nuevo. Esta vez, la llamada no fue al buzón.
Alguien contestó.
Pero nadie habló.

—¿Laura? —preguntó Clara, temblando—. ¿Estás ahí?

Un susurro.
No salía de la bocina.
Estaba detrás de ella.

Se dio la vuelta de golpe. La calle estaba vacía: solo la lluvia, el viento y el parpadeo intermitente de un poste de luz. Pero el susurro seguía ahí, suave, casi imperceptible:

“Ya está escrito…”

—¿Qué…? —su voz se quebró.

La llamada se cortó.
La pantalla del celular se apagó, como si la batería se hubiese muerto. Pero no era eso. Al encenderlo, apareció un mensaje nuevo, sin remitente:

“No corras.”

Un trueno sacudió el cielo. Clara retrocedió un paso. Sentía claramente que alguien la observaba, escondido en algún punto entre la lluvia y la oscuridad.
Y entonces, desde la ventana de la casa de Laura…
una luz se encendió. Breve. Titilante.
Como si alguien la estuviera esperando.

Clara tragó saliva.
No sabía si ahí adentro encontraría respuestas…
o su propio final.