El amanecer nunca llegó.
O al menos, Clara no lo notó.
Cuando abrió los ojos, seguía sentada frente al escritorio, con las manos manchadas de tinta negra y los labios secos. No recordaba haber dormido. No recordaba haber escrito. Pero el cuaderno… estaba lleno.
Páginas enteras con nombres desconocidos. Fechas. Descripciones de muertes que no habían ocurrido… todavía.
—No… no fui yo —susurró, apartando las manos—. No fui yo…
La pluma descansaba sobre el borde, como satisfecha. En el suelo, había marcas oscuras que formaban un patrón: un espiral. El mismo espiral que había visto junto a los nombres en la lista.
“Nada termina, Clara.”
La voz no venía de fuera. Venía de dentro de su cabeza.
—¡Cállate! —gritó, golpeándose la sien con las manos.
“No puedes silenciar una historia.
Las historias… viven.”
Cada palabra la atravesaba como un eco de tinta fría. Buscó desesperada en la biblioteca de su madre, revolviendo estantes, libros viejos, diarios… hasta que encontró uno que no recordaba haber visto antes: tapas negras, sin título.
En la primera página, escrita con la misma caligrafía antigua, decía:
“No hay final para aquello que no quiere ser olvidado.”
Clara pasó las páginas temblando. Era un registro. Décadas de personas que habían tenido la pluma. Escritores, periodistas, poetas. Todos desaparecidos.
Uno de los nombres la heló:
Andrés Lafuente — el mismo del diario que había encontrado en la biblioteca.
En la siguiente página, un símbolo dibujado a mano: un espiral.
Bajo él, una frase:
“Si alguien termina la historia…
se convierte en parte de ella.”
Clara dejó caer el libro. Comprendió lo que significaba: si no escribía un final, la historia la consumiría. Si lo escribía… sería parte de la maldición.
“Solo hay dos finales”, susurró la voz.
“O escribes… o te borras.”
La vela se apagó de golpe, aunque no había viento.
La pluma se levantó sola.
Y escribió en el aire, sin papel:
“ELIGE.”
Editado: 22.10.2025