La puerta se abrió con un chasquido seco, como si una página vieja se partiera en dos.
Detrás no había un cuarto…
Había una sala inmensa, hecha de libros apilados hasta el techo, con hilos de tinta negra colgando como telarañas vivas.
En el centro, un atril.
Y sobre él, un cuaderno abierto… idéntico al suyo.
Clara dio un paso.
Las letras de los libros murmuraban, formando un eco de voces antiguas. Algunas lloraban. Otras reían. Y otras simplemente repetían nombres.
“Laura Álvarez… Andrés Lafuente… Julián… Clara Romero…”
Un escalofrío le recorrió la espalda. Reconocía cada nombre. Cada uno había sido una historia terminada.
“Nosotros escribimos… y tú eres la última”, susurraron miles de voces superpuestas.
Frente al atril apareció una figura hecha completamente de tinta. No tenía rostro, solo contornos que cambiaban con cada parpadeo. A veces parecía un hombre, otras una mujer, y otras… era ella misma.
“¿Qué eres?” —preguntó Clara, apretando la pluma entre los dedos.
“Soy todos. Soy quien escribió antes que tú.”
La figura dio un paso hacia ella, dejando un rastro oscuro en el suelo.
“No hay un solo narrador. Hay un ciclo. Cada historia necesita una voz, y cuando esa voz se apaga, otra la reemplaza.”
—Entonces… —susurró Clara— si yo escribo, me convierto en ti.
“En nosotros.”
La pluma comenzó a latir en su mano, como si tuviera un corazón propio. Cada latido le robaba un poco de aliento. Un hilo de tinta subía por su brazo, marcando su piel como una marca de pertenencia.
—No quiero formar parte de esto.
“Ninguno quiso.”
Clara retrocedió, pero la figura se dividió en decenas de sombras, rodeándola por todos lados. Cada sombra tenía un rostro distinto: los antiguos narradores. Todos con la misma mirada vacía.
“Solo hay dos caminos —dijo la voz, más fuerte—: escribes… o desapareces.”
Clara sintió cómo el suelo bajo sus pies empezaba a deshacerse, convertido en tinta líquida que trepaba por sus tobillos. La puerta detrás de ella había desaparecido. No había salida.
—Si escribo… continúo la historia.
—Si no escribo… me borro.
“Exacto.”
Clara apretó la pluma tan fuerte que la sangre de su palma se mezcló con la tinta.
Por primera vez, entendió: la pluma no mataba. Era la historia la que elegía… y la que devoraba a quien intentara detenerla.
“Tú decides, Clara —susurró la figura—. Narrar… o ser narrada.”
El cuaderno frente a ella comenzó a pasar las páginas solo, deteniéndose en una completamente en blanco.
Y al pie, una frase escrita con tinta roja:
“El último narrador no escribe… reescribe.”
Clara levantó la mirada. Las sombras la observaban.
La tormenta rugía del otro lado de la realidad.
Y por primera vez… no sintió miedo.
Editado: 22.10.2025