Narra Elidium
Mis amigos prometieron llevarme a un hermoso lugar que jamás olvidaría. Juraron que vería algo digno de los cuentos y las leyendas, y que me haría soñar como niño. Por eso les sigo entre las sendas de los bosques, mientras conversamos.
Es de noche, pero la baja temperatura no llega a ser desagradable. La luna llena ilumina con vigor y siento que le da más fuerza a la magia que nos rodea. Cuando los altos árboles se acaban, pisamos la frontera de una enorme pradera. Hino nos hace agacharnos tras unos arbustos, con sigilo.
Y las veo.
Pequeñas luces azuladas que revolotean y dejan luminosas estelas tras ellas. Parecen motas de magia que flotan en el aire, haciéndose pasar por luciérnagas. Titilan y juegan sobre el estanque, en el que se refleja la luz de la luna llena. Saltan, giran, vuelan. Se posan en las flores y en las piedras, en los juncos y en los nenúfares. Escomo si las mismísimas estrellas hubieran descendido del cielo para descansar y se diviertan con una inocencia infantil. Verlas te produce un estado de paz. De calma. Te hace querer observarlas para siempre, como si te hipnotizaran. Te hace querer ser una de ellas y así olvidar tus problemas.
Nunca había tenido la oportunidad de ver a las pequeñas hadas. Es común ver a las grandes, del tamaño humano, pasear por las aldeas y relacionarse con elfos y humanos. Yo mismo hablé con algunas.
Pero estas, no más grandes que una mano, son completamente diferentes. Tienen un aura distinta, como si procediesen de otra dimensión. Una más hermosa, más luminosa. Más pura. Te dejan fascinado, como si estuvieras dentro de un sueño.
—Quedaos aquí —susurra Hino—. Se asustan fácilmente de los humanos.
Hino y Eliel, los únicos elfos de nuestro grupo, se acercan con lentitud hacia ellas. Ligeros y elegantes, caminan como si estuvieran en su elemento. Sus pasos ni siquiera se escuchan, como si fuesen etéreos. Cuando las hadas se percatan de su presencia no se inmutan. Ellos se inclinan como saludo de respeto, despacio y delicadamente. Y ellas siguen jugando, volando, tintineando. Al parecer, las hadas aceptan a los elfos como si fueran de los suyos. Al fin y al cabo, también son feéricos. También son magia y luz. Los humanos, en cambio, somos los seres que por poco destruimos su reino, y quizá por eso aún tengan miedo.
Las hadas empiezan a jugar con sus cabellos, y se puede escuchar el susurro de finas risas cantarinas. Mis dos amigos quedan entonces rodeados de luces, brillos, magia. Parecen que al dar aquellos pasos hasta ellas hubiesen entrado a un mundo nuevo donde nosotros tres no estamos invitados. Los vemos como simples espectadores, como si estuviésemos muy lejos de ellos. Cuando ríen, parecen más felices. Más ellos. Más libres, como si la luz de las hadas los llenase de alegría y paz. Parecen tejer sueños y esperanza, y envolverlos con pureza y risas. Casi diría que vuelven a ser aquellos niños que fueron, pues veo en sus ojos el brillo de la más bella felicidad e inocencia.
Cuando reconozco este escozor en mi estómago, sé que siento envidia. Yo también quiero formar parte. Yo también quiero verlas de cerca y que me rodeen con su luz. Quiero que me purifiquen, con sus almas luminosas, y espanten las sombras. Quiero que no me tengan miedo.
Entonces los elfos nos miran, sonrientes. Nos tienden las manos, y sé entonces que nos quieren invitar a aquel pequeño paraíso. Dorian y yo nos miramos, temerosos de estropear la escena tan mágica. Diana es la primera en levantarse, lentamente. Camina despacio, como si temiese dar un paso en falso. Como si el suelo se hubiera vuelto de frágil cristal. Las pequeñas luces se detienen en el aire y temo que salgan huyendo. Pero cuando coge la mano de Hino, quien la rodea con sus brazos, ella también se une a aquel universo. Las hadas, dubitativas, también la aceptan. No puedo evitar preguntarme si es por su sangre élfica o porque han visto que no es una amenaza si aquel elfo la abraza con tanto amor.
Dorian y yo, tras una última mirada, nos levantamos y rehacemos los pasos de la semielfa. Lentos y temerosos, con el corazón en un puño. En cada paso siento que quiebro el suelo y rompo el silencio. Las hadas parecen volver a esconderse y maldigo en mi interior por haber destrozado el ambiente. Pero seguimos andando, y cuando mi amigo coge las manos de Eliel y yo me uno a ellos, las hadas regresan. Se quedan estáticas, analizándonos con precaución. Comprobando si no somos una amenaza. Yo cierro los ojos, deseando que vean que no somos malos. Que incluso los elfos nos aceptan. Que somos sus amigos. Que no les haremos daño.
Y como un murmuro lejano, escucho decenas de aleteos. Abro los ojos y veo como se acercan. Se ríen. Nos invitan a su mundo. Poco a poco van llegando más y empiezan a jugar con nuestros dedos y nuestra ropa. A Diana le besan la frente, lo que le arranca una carcajada. A mí me tocan los lunares que tengo bajo los ojos, curiosas como niñas. A Dorian se le posan en la cabeza unas cuantas, y él sonríe.
Son preciosas. La noche no me deja ver los colores de sus pieles, pero seguramente sean hermosos. Sus finas alas son plateadas con la luna, aunque me han dicho que bajo el sol se vuelven doradas. Sus ojos son negros y sus cabellos parecen sedosos. Su ropa está hecha de hojas y flores, y parecen impregnadas de agradables aromas. Sus voces son cantarinas y sus sonrisas parecen profundizar en mi alma. Nunca había visto nada igual. Nunca me había sentido tan feliz. Nunca me había dado cuenta de lo bello que puede ser el mundo. De lo delicado que es. Y me siento culpable por todo lo que hice en el pasado, pero ya nada importa.
Me vuelvo de nuevo un niño. Inocente, puro, lleno de luz. Con cada aleteo de hada y cada voz cantarina, entro más en un paraíso del que no quiero marchar.
Y cuando nos sentamos a mirar las estrellas e Hino comienza a tocar música con su flauta élfica, las hadas comienzan a bailar en el mismo viento. Expanden su luz por el ambiente y crean imágenes que se quedarán atadas a nuestros sueños para siempre.