Escritober (reto de octubre)

Día 19: Instituto

Narra Diana

Camino por el pueblo que me vio crecer con un aire de nostalgia y sentimientos mezclados. A veces me gusta ir de visita y recorrer las calles y las sendas que llevan a la que fue mi granja. Es un pueblo sencillo, pequeño y humilde. Todas las calles desembocan en una plaza central, donde hay pequeños puestos y tiendas. Sonrío, a pesar de todo lo que significa para mí este pueblo. Me gustaría haber tenido muchos bonitos recuerdos de él pero desgraciadamente son pocos. Por eso camino casi con recelo, como si fuera a pasar algo.

Mis pasos se detienen en un gran edificio blanco, rodeado de altas vallas de hierro. Este fue mi instituto, y para bien o para mal fue aquí donde aprendí mucho. Como las puertas están abiertas, entro y vuelvo a recorrer el patio y sus pequeños jardines. Veo a adolescentes entrar y salir, y parecen ignorar mi presencia.

Mi época en el instituto no fue la más feliz, y sus recuerdos son ácidos y amargos. No tuve amigos ni nadie que me apoyase, y me pasaba el recreo sola, lo más apartada y escondida de los demás que podía. ¿Quién iba a querer juntarse con la extraña chica de aspecto salvaje que hablaba con los animales? ¿Quién querría conocer a aquella muchacha que no hablaba y que cuyo rostro serio e imperturbable hacía temer tanto? Eran esas cosas las que me repetía una y otra vez. En el patio me vienen cientos de recuerdos desagradables. Mi primer amor, que me dejó una pequeña cicatriz en el corazón. Mis escapadas al jardín, donde me ponía a comer y a estudiar de mala gana. Las horas de gimnasia, donde corría mucho más rápido que los chicos y ellos parecían ofendidos por ello. Aunque ese recuerdo me hace bastante gracia.

Recorro de nuevo los pasillos que tanto me conozco. Las instalaciones parecen haberse renovado un poco, pero sigue teniendo ese aura del pasado. Las taquillas se suceden pegadas a las paredes, y se detienen en la ventana que da al patio. Inconscientemente siento vestigios del miedo a encontrarme con compañeros. Casi puedo ver sus sombras a ambos lados del pasillo, riéndose y susurrando cosas sobre mí. Casi puedo escuchar sus burlas e insultos. Casi puedo sentir los tirones en mi pelo y las bolitas de papel ensuciando mi ropa.

<<¡La chica queda miedo! ¡Corred, esconded a los niños!>>, parece decir alguien.

<<No la mires, ¡se llevará tu alma!>>, dice otro. Sí, ojalá poder llevarme vuestras almas al inframundo.

<<A ver si puedes acertar la bola en el nido de pájaros de su cabeza>>, susurra alguien. Siento el papel húmedo en mi brazo. Experimento el asco, la humillación y el enfado.

<<¿Es cierto que dicen que comes comida de gato para desayunar! ¡Di miau!>>, grita alguien. ¿Quién se inventó ese rumor?

Pero no, ya no están. Ellos ya no estudian aquí y lo único que quedan son los fantasmas del recuerdo que intento olvidar. Ahora hay alumnos nuevos, caras que nunca vi. Hasta los profesores parecen ser otros. Y aunque haya nuevas personas, sé que la historia puede repetirse entre estas paredes. ¿Habrá alguna chica o un chico al que le estén acosando sus compañeros? ¿Habrá alguien que tenga miedo de recorrer estos pasillos y las salas como la Diana del pasado? ¿Habrá alguien que huya al baño a llorar porque no pueda más? ¿Habrá alguien que quiera huir muy lejos para que callen esas voces? Si es así, quiero ayudarle. Quiero que sepa que no está solo o sola. Que si nadie le apoya, lo haré yo. Que pida ayuda, que no se calle. Que se valore y no se rinda. Que no deje que le humillen.

Nunca hay que callar, como hice yo. Te verán sumiso y se aprovecharán de ti. Te aplastarán porque creerán que no tienes voz para pedir ayuda. Te consumirán hasta convertirte en jirones, hasta que no puedas reconstruirte. Te verán llorar o perder los nervios y eso les hará gracia. Yo fingí que aquellos que querían hundirme no existían. Los ignoraba. Pero ellos seguían acosándome, pues querían ver hasta cuándo llegaba mi paciencia.

Y un día exploté. Un día, comenzó todo. La bestia despertó. Yo hui. Yo viví mi aventura. Yo fui libre. Yo dejé todo atrás.

Y tras ese viaje que aún me sigue cosquilleando en mi corazón, la vida en el instituto cambió. Yo cambié. Ya no tenía miedo, pues había conocido lo que era el terror de verdad. Me había hecho más fuerte. Había conocido a personas que me apoyaron y que confiaron en mí. Me había conocido a mí misma y dejé atrás el dolor. Cuando tuve que volver del reino élfico para acabar mis estudios, como le prometí a mi madre, Hino me acompañaba a clase y me esperaba a la hora de la salida en la entrada. Y con solo pensar que él estaría ahí, y que los problemas se desharían en sus brazos, las clases se hacían más amenas. Muchas de las personas que me hicieron daño, al ver todo lo que hice en mi aventura y al verme tan fuerte y segura, me pidieron perdón y quisieron ser mis amigos. Yo les perdoné —o quise intentarlo—, pero jamás olvidé. Por lo que no acepté su amistad, que parecía tan falsa como las sonrisas que me dedicaban.

Cuando salgo del instituto, intento no recordar los rostros de esas personas que despedazaron mi orgullo. Que me llenaron de miedo y odio y tiñeron de amargura mi adolescencia. Que me cubrieron de cicatrices. Tampoco quiero traer de vuelta a esa Diana que callaba. Que recogía rápido sus cosas y corría hasta casa, para poder descansar de la máscara que llevaba siempre. Aquella chica que solo apretaba los puños y miraba al frente, y que se guardaba las lágrimas para las noches a oscuras.

Ya no soy esa chica.

Un llanto interrumpe mis pensamientos, y me giro hacia el dueño de esa rota voz. Una chica pelirroja llora en el patio, escondida entre los arbustos del jardín. Reconozco ese llanto. Reconozco esas lágrimas de impotencia. Esa necesidad de esconderse. Ese miedo impregnado de soledad. Esas ganas de acabar con todo. Yo misma lo sentía.



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En el texto hay: relatos

Editado: 31.10.2020

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