Narra Hino
Cuando Dorian nos lleva al planetario más famoso de Tao, parecemos entrar en el espacio exterior. Rodeados de oscuridad, aparecen entre nosotros estrellas, galaxias y planetas que nos observan orgullosos. Brillan, se mueven, palpitan. El silencio que nos inunda está acompañado de una misteriosa y lejana música, que nos transporta aún más al espacio, a pesar de que allí el sonido es impensable e imposible.
Pero el espectáculo es digno de ver. Casi olvido que seguimos en nuestro planeta, que no estamos en alguna nave espacial como las que dicen construir los humanos. Parece hecho por magia, aunque sé que esto lo ha hecho la ciencia. Yo miro, ilusionado, el cosmos que nos rodea y nos hace sentir tan pequeños. Hay millones de estrellas. Hay nubes extrañas de colores, o masas que no sé de qué están hechas pero que son fascinantes. Hay planetas con anillos y decenas de lunas. Hay soles de distintos colores, que no tienen ningún planeta o en cambio tienen decenas. Hay estrellas lejanas que están tan juntas que forman hilos tejidos con sus destellos.
El universo parece abrirse a nosotros y mostrarnos su belleza y misterio. Parece estar hecho con delicadeza en cada recoveco. Me inunda de paz, de tranquilidad, pero también de cientos de preguntas. ¿Será frío como dicen o es en realidad cálido? ¿Será verdad que nadie te escuchará gritar allí? ¿Cómo será sentirse ingrávido? Quizás sea como convertirse en aire, como si todo tu peso se hubiera quedado en nada.
Diana coge mi mano y me señala un montón de estrellas fugaces, que en realidad no son lo que su nombre dice. Pasan encima de nosotros, mostrándonos sus estelas brillantes. Y luego se funden en la oscuridad impregnada de destellos y magia.
Las galaxias giran, como enormes monstruos con largos brazos. Y sin embargo, se me hacen hermosas. ¿Tan pequeños somos? ¿Tan insignificantes son nuestras vidas? Desde aquí parece que nuestros problemas son sinsentidos. Qué fascinante el cosmos, que nos hace replantearnos hasta nuestra existencia. Que nos obliga a reflexionar, aunque nuestras mentes nunca lleguen a la verdad que esconde, pues es demasiado para procesar. Y aún así a veces nos creemos que lo sabemos todo, que somos dueños del conocimiento, que somos invencibles. Pero el universo parece gritarnos que no es así.
Sonrío, y vuelvo a pensar en la historia que una vez nos narró la propia Diosa Naarae, con su cuerpo material, a Diana y a mí años atrás. El nacimiento del universo es algo que los mortales no comprendemos del todo. Se nos escapa, pues es mucho más grande que nosotros. Según la diosa, antes no había nada. No había estrellas que brillasen, no había color, no había frío ni calor. No había nada excepto dos fuerzas opuestas las cuales nadie sabe de dónde procedían. Pero eran inmensas y poderosas, y crecían cada vez más. Cierro los ojos y me visualizo en medio de un negro profundo, aunque ni siquiera sé si fue así. Dos fuerzas, que veo como dos masas de energía de colores, se expanden por ese espacio que no parece tener fin. Laten y se hacen cada vez más gigantescas, pues tienen todo el espacio posible.
Pero luego acaban encontrándose. Y chocan. Se fusionan. Estallan. Hacen vibrar todo el espacio. Empiezan a formarse extrañas partículas provenientes del choque tan colosal. Las dos fuerzas quedan fragmentadas, pero más poderosas que nunca. Y de ahí, según Naarae, nació el Primogénito, que contenía la unión de las dos. Él era una entidad desconocida que ninguno de los dioses supo si tenía voluntad y consciencia, pero que existió. Aquel ente expandió las partículas que dieron lugar a las primeras estrellas. Moldeó los planetas, dio vida a las galaxias, creó los astros. Pintó cada tramo del extenso vacío que existía, y lo llenó de brillo y color.
Y de él también nacieron los dioses, que permanecían dormidos y sin consciencia.
El Primogénito moría, pues ya había gastado toda su energía en empezar la creación de un universo que aún permanecía quieto. En su último aliento, empujó el cosmos para hacerlo funcionar y los dioses despertaron por fin de su letargo.
Cuando el Primogénito desapareció, sin dejar ningún rastro, los dioses recién nacidos supieron que tenían el legado de seguir moviendo el cosmos y hacerlo funcionar con armonía y equilibrio. Ellos tenían los fragmentos de esas dos fuerzas opuestas que colisionaron.
Sé que la historia que nos contó Naarae es una versión resumida y fácil de entender para los mortales como nosotros, pues seguro que las cosas fueron mucho más complicadas. Tanto que nuestra mente no podría procesarlo. Abro los ojos, y mi vista se vuelve a llenar de luces. Quisiera navegar entre ellas, aunque sé que es imposible. Ver el pálpito de todo en su esplendor. Quisiera conocer todos los misterios y llenarme de la sabiduría más pura. Quisiera volver a ver a Naarae y hacerle miles de preguntas, pero ella ya dejó atrás su cuerpo físico. ¿Habrá alguna huella del Primogénito dejada entre las estrellas? ¿Acaso seríamos capaces de ver el rastro de los dioses o son demasiado grandes para que incluso podamos verlos? ¿Habrá algún límite en aquel espacio o es realmente infinito, aunque sea difícil de imaginar?
Son preguntas que, me temo, quedarán sin respuestas. Solo nos queda seguir impresionándonos con la extraña belleza del espacio exterior.