Narra Diana
Paseamos por las sendas del bosque mientras el cielo azul se va vistiendo lentamente con los colores del atardecer. El aire puro me llena por dentro y en él parece enredado el aroma a pino y a otros árboles. Mis amigos conversan con calma, con cuidado de no romper la paz y el silencio natural que conquista el bosque.
De repente un pájaro vuela sobre nuestras cabezas y se posa en una rama cercana. Es negro y blanco, con un pico oscuro que se camufla con su pelaje.
—¿No es eso una urraca? —pregunta Hino, fijándose en el animal.
—¡Sí! —digo.
—Dicen que son una señal de mala suerte —comenta Dorian.
—Tonterías —opino. Levanto el brazo con una sonrisa y la urraca se posa en mi mano, respondiendo a mi llamada—. Los animales no son los causantes de la mala ni de la buena suerte, son seres inocentes que han sido víctimas de supersticiones.
—Tienes razón, lo siento.
No me gusta que culpen a los animales de tener mala suerte, o de ser malos presagios. Y tampoco en el caso contrario. Ni los gatos negros, ni las urracas, ni ningún otro animal asociado a la suerte son los causantes de los que nos pasa. No están en contacto con fuerzas superiores que dicten nuestra desdicha o nuestra felicidad. No atraen cosas buenas o malas por el simple hecho de existir, de tener unas determinadas características como el color negro o por cruzarse en nuestro camino. Ellos solo se limitan a vivir en este mundo que también es el suyo, y ni siquiera les interesa hacernos mal o darnos una gran fortuna.
Lo peor es que por culpa de esas supersticiones, las únicas víctimas son los propios animales. O bien son atrapados o cazados para disecarlos y exponerlos en casa para que traigan buena suerte al hogar, o bien son sacrificados por supuestamente dar mala suerte. Y esa es una de las cosas por las que lucho por acabar. Los animales merecen un trato más justo, pues tienen el mismo derecho de vivir que cualquier persona.
—Además, creo que fueron los granjeros los que lo asociaron con la mala suerte, pues aparecían entre los cultivos y se los comían —sigo, acariciando al pájaro. La urraca en mi mano me mira y parece mandarme imágenes del cielo, las nubes, la libertad. Sonrío—. En mi granja había.
Recuerdo mi vida en la granja como una de las pocas cosas de mi infancia que eran felices. A mi madre no le gustaba siquiera que las urracas volasen sobre nuestros cultivos por miedo a que lo estropeasen. Siempre las espantaba, aunque nunca hizo nada para hacerles daño. Sin embargo, a mí me gustaba verlas y escuchar su canto, con el que parecían contarme historias sobre todo lo que habían visto desde el cielo. Las nubes, el sabor de la libertad, lo maravilloso que era volar.
Para que mi madre dejara de preocuparse, y usando mi poder de hablar con los animales, convencí a las urracas de que no se acercasen a los cultivos. A cambio, les traería comida y cosas brillantes que tanto les atraían. Ellas aceptaron, y mi madre creyó que había sido un milagro.
A veces me escapaba con ellas y me pasaba horas observando su vuelo, escuchando su cantar, y hasta acariciando a sus polluelos. Veía crecer a las crías, que con el tiempo regresaban con sus propios hijos. Era digno de ver.
—A mí me parecen preciosas —dice Eliel, acariciando a la urraca—. No sabía que creías en supersticiones, Dorian.
—No creo en ellas, solo lo dije como dato —se defiende Dorian con un rostro avergonzado. Yo río—. Además, ¡sí que son bonitas! Y dicen también que son muy inteligentes.
Lo son. En realidad, todos los animales lo son, aunque tengan otro tipo de inteligencia que no se parece mucho a la nuestra.
La urraca se despide de mí y echa a volar. Seguimos su vuelo con nuestros ojos hasta que se pierde entre los árboles.
Cuando su canto llega a mis oídos desde lejos, vuelven los recuerdos de mi infancia en la granja.