Narra Hino
—¡Huye, Diana!
Esas fueron las últimas palabras que pude decir antes de que el elfo oscuro me atrapase y me intentase ahorcar con sus frías manos. Intenté defenderme. Intenté luchar. Intenté escaparme de su agarre pero antes de que pudiera hacerlo una daga se clavó fugaz como un rayo cerca de mi estómago. El dolor punzante me mordió feroz y me arrancó de la garganta un alarido de puro horror y sufrimiento. No pude reaccionar. Creí que moriría. Creí que ahí se acababa mi historia. Me quedé inmovilizado, como si todo mi cuerpo hubiera dejado de funcionar. Dolió tanto que casi puedo sentir hoy resquicios de ese dolor enredados en la cicatriz que quedó en mi piel.
Aún recuerdo ese día aunque haya pasado ya tanto tiempo. Diana intentó salvarme usando su poder, pero de la nada apareció un hechicero que, con un hechizo, la dejó profundamente dormida. Cayó de bruces al suelo, con la mirada vacía del que sueña.
Y yo, sangrando y malherido, fui arrastrado por mis secuestradores mientras mi mirada se quedó clavada en el cuerpo durmiente de Diana. Mi herida latía y mi corazón parecía ya no hacerlo porque el terror había congelado cada recoveco de mi cuerpo y mi ser.
La oscuridad se cernió sobre mí y caí inconsciente, incapaz de soportar el horrible dolor que me devoraba.
Al despertar, creí que todo había sido una cruel pesadilla, que no había pasado nada, pero no fue así. Inmediatamente noté que tenía piernas y manos atadas con unas cuerdas que me cortaban la circulación. Estaba en el suelo del bosque, atrapado. Inmovilizado.
Me habían secuestrado. Sentí perder todo color de mi cuerpo y una terrible angustia llenó mi pecho. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Qué querían de mí? ¿Qué me iban a hacer? Mi mente empezó a hacer miles de preguntas y empecé a ser víctima del terror y los nervios. Intenté liberarme de las cuerdas, pero cada vez que movía mis manos, éstas se hincaban más y más a mi piel. Pero seguí intentándolo, siguiendo un instinto de supervivencia que me empujaba a huir. A liberarme aunque me hiciese daño. Solo conseguí que mi piel quedase encarnizada y roja.
Milagrosamente, la herida de la daga ya no me dolía.
—Vaya, vaya —dijo una voz. Cada centímetro de mi cuerpo se tensó. Me giré hacia el dueño de aquella voz y me encontré cara a cara con mi secuestrador.
La rabia empezó a consumirme, e intenté que no se viera el miedo en mis ojos. No me tenían que ver débil. No debía parecer vulnerable aunque lo estuviese. Cerca del elfo oscuro apareció el hechicero, que se mantenía lejos.
—¿Qué me has hecho? ¿Qué quieres de mí?
—Tú sabes el secreto —respondió él.
Al principio no lo entendí. Le miré perplejo, sin saber qué secreto supuestamente yo sabía. Navegando en un mar confuso que estaba impregnado de terror.
Hasta que caí. Hasta que supe lo que buscaba. Lo que estaban intentando hacer los elfos oscuros.
Querían ese secreto.
Y yo no se lo iba a dar. Por eso les dije que yo no sabía ningún secreto. Que no tenía ni idea de lo que me estaban diciendo.
Negarme fue peor. Me golpeó hasta marearme. En el estómago. En las costillas. En la cara. Me torturó hasta que me convulsioné. Temblé, apreté los dientes para no gritar. Tuve ganas de vomitar, de morir, de que se acabara todo. Me gritó, pidiéndome el secreto que yo no le iba a dar. Quería volverme sordo para no escucharle. Quería que callase. Quería que todo se detuviera. Pero no lo hizo. Y yo seguí negándome.
Me hizo sufrir hasta que todo mi cuerpo quedó dolorido, inmóvil, roto. Me sentí como un objeto destrozado al que abandonaban en el suelo. Pero me mantuve firme, porque jamás revelaría el secreto. Porque soy leal a mi reino. Porque daría mi vida por Álfur. Sabía que me iban a matar de todas formas, que mi vida solo les importaba para que les revelase lo que querían. Por eso en aquel momento pensé que no importaba mi muerte. De mí no sacarían ni una sola sílaba. Jamás.
No me importaban cuantas patadas me rompieran. No me importó cuantos golpes dejaron moretones en mi piel. No me importó los gritos que quebraban mis tímpanos. No me importó que las cuerdas me empezasen a arder en mi piel. De mis labios jamás saldría una palabra, aunque me destrozaran en mil pedazos. Aunque me redujeran a nada, a cenizas. A una silueta débil y temblorosa.
Cuando mis ojos se humedecieron por un llanto que jamás dejaría salir, mi vista se volvió borrosa y se tiñó de puntos negros. Y luego, caí inconsciente de nuevo.
Respiro profundamente, intentando tranquilizarme. Por suerte todo salió bien. Diana consiguió que el hechicero aliado del elfo oscuro se uniera a nuestro bando. Traicionó al elfo oscuro y los llevó junto a mí. Nos reencontramos. Mis heridas sanaron. Todo pasó. Todo está bien ahora.
Aquel hechicero que ayudó en mi secuestro era Elidium. El que ahora se encuentra a mi lado leyendo relajadamente un libro. Nuestro amigo. Nuestro compañero. A veces, cuando le miro, vuelvo a recordar la escena. Vuelvo a experimentar el horror, la ira, el dolor. Pero es ya tan solo un pinchazo que a veces regresa en las situaciones menos inesperadas. No le guardo rencor, pues no suelo hacerlo. Ya le perdonamos, sobretodo después de haber hecho tanto por nosotros y a nuestro lado.
Cuando Elidium se da cuenta de que le estoy mirando, me dedica una sonrisa sincera que no puedo evitar corresponder.
Algún día, quizá, podré olvidar el día de mi secuestro.