Narra Dorian
Ya está aquí. Ha llegado ese día del año en el que me noto algo extraño. En mí siento una mezcla de felicidad y añoranza, que se cuela en el vacío que siempre olvido que tengo. Es un sentimiento un tanto agridulce, que siempre intento ocultar tras una sonrisa que no tapa del todo lo que siento.
Es 23 de Esena. El día en el que nací. Mi cumpleaños.
Cuando era niño, mi día favorito del año era mi cumpleaños. Era el primero de la casa en levantarme, alegre y risueño, e intentaba preparar el desayuno con la inocencia infantil. Quería agradecerles a mi familia por los futuros regalos que me darían en ese día, pues si ellos me daban algo yo también quería darles una sorpresa. Solía estropear la comida y poner la cocina perdida, por lo que mis padres se acostumbraron a levantarse antes y yo les ayudaba a preparar el desayuno.
Me pasaba el día jugando con mi hermano, saltando y divirtiéndome en el jardín. Y luego al atardecer llegaban los regalos perfectamente envueltos, los invitados con sus radiantes sonrisas, las risas robadas, la tarta que siempre era de nata. Las velas amarillas porque era mi color favorito. En cada cumpleaños mis padres solían elevarme en sus brazos, con la boca manchada de tarta y el sombrero de fiesta, y nos hacíamos una foto familiar que se guardaba para siempre en un cuidado álbum. Y aquellas fotos se siguieron haciendo incluso cuando mis padres ya no podían sostenerme porque había crecido demasiado y pesaba. Al día siguiente solíamos irnos de viaje a algún lugar de Tao. Y cuando no se podía porque mis padres trabajaban, nos íbamos solo de picnic aunque hiciese frío o a un parque de atracciones cercano, en el que obligaba a mi hermano a subirse conmigo en cada atracción.
Aquellas tradiciones cesaron para siempre con la muerte de mi hermano. Ya no hubo más fotos de familia. Ya no hubo más viajes. Ya no hubo más fiestas. Solo hubo silencios en el que no cabían todas las palabras que no nos decíamos.
En estos días, el rastro fantasma de aquella época regresa aunque intente ignorarlo. ¿Cuánto hace que no hablo con mis padres? ¿Cuánto llevo ya intentando huir de reconciliarme con ellos y con el pasado?
Me pongo firme. Debo dejar de pensar en eso. Ahora estoy en Álfur, muy lejos de mi vida pasada. Me dirijo hacia mi casa, donde mis amigos han prometido hacerme una fiesta. Cuando llego, cuelgo mi túnica de mago en el perchero y me dirijo hacia el jardín trasero.
—¡Sorpresa! —gritan mis amigos. Una risa se me escapa, pero muere enseguida.
Porque me quedo de repente pálido. Porque siento que se me humedecen los ojos. Porque todos los recuerdos se agolpan de repente y parecen reencarnarse delante de mí.
Mis padres están aquí, como si mi mente me estuviera jugando una mala pasada. Me acerco, temiendo que sea solo un sueño.
Mientras me miran, observo como a ellos se le humedecen también los ojos. Como las sonrisas se dibujan en sus labios, cargadas de recuerdos dolorosos. Casi no recordaba esas muecas de felicidad. Están más mayores, con arrugas más pronunciadas y numerosas canas que tiñen de gris y blanco sus cabellos. Pero son ellos, mis padres. Parecen haber encogido, o quizá es que yo esté mucho más alto ahora.
—¿Q-qué hacéis en este reino? —Siento mi voz lejana y temblorosa, como si fuera solo un susurro que llega desde otra parte.
—Tu amiga nos convenció... —habla mi padre. Su voz es mucho más grave de lo que recordaba.
Miro a Diana, que me sonríe. Ha sido ella, que sabe cuánto me dolía esta brecha entre mi familia y yo. Ha sido ella, que me entiende más que nadie. Ella, que es como una hermana para mí. Quiero darles las gracias, pero antes necesito hablar con mis padres... Necesito reencontrarme con mi pasado y arreglarlo.
—Yo... —Quiero llorar, pero a la vez no. Las lágrimas me pican en los ojos pero procuro que no caigan—. Siento no ... haber vuelto... No haberme... convertido en guerrero como queríais... yo... A mí no me gusta.
—Lo sabemos —interviene mi madre, tras un sollozo. Sé que el recuerdo de mi hermano le pesa mucho todavía, pues sus ojos siguen cansados y tristes, pero parece que el verme ha logrado disipar algunas sombras del pasado—. Lo sabemos, hijo, ya nos lo dijiste en la carta. Perdón por haberte apartado... Por haber hecho que te fueses y por no haber visto como te sentías.
—Y por haber... intentado que fueses algo que no querías... —interviene mi padre quien intenta parecer firme y serio aunque no lo consigue—. Ha pasado mucho tiempo desde...
No le dejo terminar, porque me lanzo hacia ellos para abrazarlos, saltando el enorme abismo que nos separaba. Por supuesto que les perdono. Son mis padres y les quiero a pesar de todo. Y sé que ellos me perdonarán por haberme ido y no haberles visitado nunca. El enfado y el orgullo parece haberse derretido por el tiempo y la distancia, y eso me llena de alivio. Ellos me abrazan por primera vez desde hace tanto, como cuando era un niño. Vuelvo a sentir la calidez de mi familia que creía que había perdido para siempre. Por un instante casi siento la presencia de mi hermano uniéndose al abrazo, como un leve roce de aire impregnado de amor.
Y tras el cálido reencuentro, creamos más recuerdos como los que tanto añoraba. Regresan las risas, los invitados, la tarta que ahora es distinta pero que tiene velas amarillas. Y la foto tradicional con mis padres en la que falta una figura que jamás regresará pero donde no falta nuestra felicidad.
—Vamos a ver el álbum de fotos que han traído tus padres, Dorian —dice Eliel, tras un rato—. Tengo ganas de reírme de ti un poco.
Sonrío y mis amigos estallan a carcajadas. Miro a mis padres, que me devuelven la sonrisa. Por fin puedo decirle adiós al vacío y a la tristeza.
Este ha sido mi mejor cumpleaños.