Narra Eliel
Un constante tintineo se cuela sin permiso en mis sueños y consigue sacarme de ellos. Cuando abro los ojos y me siento en mi cama, de mala gana, soy más consciente de ese molesto sonido. Dorian debe haberse levantado antes que yo, pues a mi lado solo hay un hueco vacío y el revuelto de las sábanas.
Me levanto y me cubro con una fina bata. Salgo al salón y es allí donde veo a Dorian revolviendo las cosas de un baúl.
—¿Qué se supone que estás haciendo? —gruño, de mal humor. Dorian se sobresalta por mi repentina aparición y me mira—. Me has despertado, idiota.
—¡Lo siento! —se disculpa. Dejo de fruncir el ceño y relajo mi expresión—. Han desaparecido algunas de mis cosas. Mi reloj, mis cuadernos con apuntes de Magia y hasta el colgante que me regaló mi hermano...
—Es porque eres un despistado.
—Estoy seguro de dónde dejé cada cosa, pero no están... —se defiende—. Por favor, ayúdame a buscarlas...
Chasqueo la lengua y pongo los ojos en blanco, pero la cara de cachorrito de Dorian consigue convencerme.
—Voy a vestirme y te ayudo —digo, antes de dirigirme a mi habitación.
Me visto con tranquilidad y peino mi cabello... Pero cuando quiero coger mi diadema élfica, dejada sobre el tocador, esta no está. Apuesto lo que sea a que Dorian la ha cogido para saben los dioses qué. Salgo de la habitación, para preguntarle.
—¿Dónde está mi diadema?
—¿Tampoco está? Esto empieza a ser raro... —responde. Si él no lo ha cogido y sus objetos también se han perdido, solo hay una respuesta posible.
—Duendes...—digo, finalmente.
—¿Qué?
—Se nos ha colado un duende en casa. Les encanta robar cosas para gastar bromas y sacar de quicio a todos.
—Lo que faltaba... ¿Ahora qué hacemos?
No le respondo, pues ya estoy usando mi poder para detectar la pequeña aura de nuestro inquilino sorpresa. Mi visión se llena de pequeñas estelas violetas, rastro que ha dejado tras de sí el duende. Me dirijo hacia el jardín y escucho a Dorian seguirme los pasos. Las sutiles estelas se dirigen hacia el hueco que hay bajo un árbol.
—Ahí debe de esconderse.
Dorian se acerca, feliz de poder recuperar sus cosas. Se agacha y mete la mano en el hueco del árbol. De repente, el duende sale y empieza a tirarle de las orejas y el pelo, enfadado. Dorian empieza a gritar y a correr por todo el jardín. Es un estúpido, pero es mi estúpido.
Mientras Dorian pelea por liberarse del ataque repentino del duende, yo meto las manos bajo el hueco y de ahí saco más de lo que esperaba encontrar. Un montón de objetos perdidos, dejados mucho atrás en el tiempo. Encuentro mi diadema y las cosas de Dorian, pero también joyas, monedas humanas, anillos —quizá alguno sea de compromiso—, y trastos inservibles que parecen no tener ninguna utilidad.
Y de repente: fotografías. En algunas salen Diana, Dorian y preciosos paisajes... Pero en casi todas aparezco yo, inmortalizada para siempre en aquellos papeles. Son imágenes preciosas, llena de color y luz. A veces aparezco seria y fría como una piedra, pero a veces aparecen en mi rostro leves sonrisas y son esas las fotos más hermosas. Estoy segura de que las tomó Dorian con esa... caja extraña que captura imágenes de la realidad. ¿Cuándo lo hizo? Quizá cuando empezó a enamorarse de mí... Cuando le trataba con frialdad e indiferencia y casi siempre le apartaba de mi lado, pero él seguía ahí con una sonrisa. Quizás él quería guardar una imagen estática de mí que no le daría la espalda. Nunca me lo dijo...
Estúpido. ¿Por qué tiene que ser tan malditamente adorable...? Vuelvo a meter aquellas fotografías bajo el árbol, con una sonrisa. ¿Las habrá escondido él o el duende? Ahora no lo tengo claro...
Cuando vuelvo con Dorian, que ha logrado espantar al duende, lo abrazo con fuerza. En mis labios cosquillea un nuevo secreto que no le diré que sé.
Aquellas fotos seguirán siendo objetos perdidos, pero siempre sabré dónde encontrarlas.