Henry tomó la pistola y la puso sobre la cabeza de Dusica, la presionó contra el piso. Sus manos no temblaron, en cambio, el sudor, empapaba su frente. El sonido del disparo lo despertó, como cada noche, donde venía a él ese sueño recurrente. Sonó la alarma de la mañana, mientras el guardia gritaba por las celdas, golpeando los barrotes con la porra.
Vamos holgazanes, los quiero en cinco minutos en el patio.
Llegó frente a la celda de Henry, lo miró con desprecio pero con cierto respeto.
Tú -le dijo señalándolo- vamos, el jefe te espera en la oficina.
Los grilletes bien apretados, la frialdad de los pasillos, rejas tras rejas, cámaras de vigilancia; una prisión de alta seguridad. Finalmente, llegó a la oficina del director. El hombre de traje y corbata barata, con una sonrisa falsa, lo invitó a sentarse.
Siéntate Henry -déjanos solos- dijo mirando al guardia que titubeó un poco antes de obedecer la orden- ¿Cómo has estado? ¿Te han tratado bien? -ante el silencio inquietante prosiguió.- Bueno, te he traído aquí porque tienes una nueva misión, es cuestión de seguridad nacional - dijo en tono más serio. - A ver si ahora no te da por hacerte el héroe, no olvides, que los jefes son los jefes, y tú siempre vas a ser un peón. Haz esto bien para que borres la chapuza de la última misión y salgas limpio.
Para Henry haber entregado las pruebas a la policía y no a sus superiores no había sido su error. En cambio, matar a la única mujer por la que había sentido algún sentido parecido al amor, lo iba a torturar por el resto de su vida.