Pam corrió por el bosque. Las malas hierbas y los arbustos silvestres arañaban sus piernas desnudas. Que mala idea acudir a la excursión en pantalón corto, pensó.
Los perros ladraban a su espalda. Se acercaban. Paró un momento y se escondió tras un árbol. Trató de recordar el camino para llegar a la explanada donde seguramente estarían ya los demás y el autobús. Se hizo un mapa mental: Girar a la derecha, cruzar el riachuelo y bajar la piedra doble. Ya faltaba poco.
Respiró y salió de nuevo.
Los ladridos sonaban más fuertes. Las bestias la estaban alcanzando. Pam se estaba fatigando y los perros parecían tener más energía que al principio, como si los azuzaran o les hubieran prometido un premio. Seguramente era así. No debería haberse apartado del grupo. No debería haberse internado en el bosque, ni debería haber cogido aquella flor de la casa de madera, pero parecía abandonada. A quién le importaba una flor, había pensado. A unos locos, pensó desesperada.
Cruzó el río y su esperanza creció. Ya vislumbraba el camino que llegaba a la explanada. Casi podía escuchar las voces de sus compañeros…
¡Pum!
Un dolor intenso la embargó. Le habían disparado. La bala entró y salió limpiamente, pero la sangre inundó su hombro. La sorpresa y el tormentoso dolor sobrevenido le impactaron de tal modo que Pam cayó mareada al suelo. Perdió durante unos instantes el conocimiento.
Cuando lo recuperó, alguien la arrastraba por las piernas como a una presa. Gritó. Pero sus gritos quedaron ahogados por los ladridos de los perros. Trató de agarrarse a una piedra, pero quién tiraba de ella era fuerte y sus manos resbalaron, perdiendo con el estirón el agarre y las gafas que quedaron allí abandonadas en el suelo, como único testigo de los hechos.