Sólo unos lentes de sol, cuidadosamente acomodados sobre una roca, fue todo lo que quedó. Esos lentes oscuros de tonalidad verdosa, que reflejaban sin querer la antigua casona en medio del bosque, ahí, donde el amor creció y murió cual mariposa fugaz.
Ambos jóvenes llegaron con miles de sueños y aventuras hasta ese lugar olvidado en las laderas del monte de San José, riéndose de sus travesuras como niños en pleno recreo. Habían salido de la ciudad sin un rumbo fijo, y llegaron hasta ese lugar sin saberlo, sin meditarlo. Era un sitio perfecto y después de explorar un poco, encontraron en la vieja casa un lugar perfecto para estar juntos.
Bailaron, gritaron, jugaron, se abrazaron, y todo lo demás. Su amor juvenil se volvió eterno en aquel lugar solitario.
Ricky se enamoró por primera vez. Rosa se imaginaba en un mundo de princesas.
Fueron dos días de completa dicha antes del ocaso de su amor, pero dos días bastaron para consumir la felicidad.
Un poco de tedio, algo de inconformidad, falta de comprensión acompañados de frío y hambre... lo que a muchas parejas les tomaría un par de décadas, ellos lo padecieron en días.
La última discusión fue frente a la casona. Ricky miró de frente a su bella amada, desconcertado por la situación, dejando cuidadosamente sus lentes de marca sobre aquella piedra para no maltratarlos.
El asunto no terminó bien. Ante la sorpresa del joven, Rosa decidió separarse, alejándose con pasos largos.
Ricky, el chico malo, quedó impávido. Solitario.
Ella permaneció inmutable y malhumorada, con lágrimas silenciosas por su décima ruptura amorosa.
Regresaron en silencio para no verse nunca más, olvidando tras de sí unos lentes de sol, cuidadosamente colocados sobre la roca.