Todo iba bien. Era una relación normal entre dos jóvenes que comenzaban a disfrutar de sus sentimientos. Las cosas fluían, las palabras decían muchas cosas y los gestos demostraban aún más.
Pero una obsesión iba a aparecer. La sombra de un pasado familiar, el orgullo de grandes triunfos en el campo de juego como estrella de fútbol de primera división. Sentía adoración y admiración por su padre deportista.
Y de repente debían asistir a todos los partidos, debían ver todas las retransmisiones, y llegado el mundial, no existía nada más.
En ocasiones se preguntaba, cómo podía estar con alguien así, capaz de ausentarse de la realidad con el simple sonido de la patada a un balón. Y entendió que aquello era una obsesión enfermiza, un trámite inculcado año tras año por una vida familiar dedicada en exclusiva a ese deporte. Comprendió que era incapaz de compartir su amor con alguien que amaba el fútbol por encima de todo y de todos.
Pasados los primeros meses de adoración y atenciones, la realidad asomó mostrando lo que realmente era importante en su vida, y en esta, no cabían los sentimientos.
La ausencia tomó el relevo, y la frialdad acabó ganando la partida.