Miró la portería. Estaba lejos, muy lejos. Kilómetros de un espacio infinito que se abrían delante de él con efecto túnel. Una gota de sudor cayó por su cara. Miró a las gradas. Unos segundos antes, cuando el jugador del otro equipo le hizo la entrada y el árbitro pitó falta, el ruido de protestas había sido ensordecedor, pero ahora el silencio era absoluto. El partido dependía de aquel tiro. Su tiro. Todo a una carta. Fama y reconocimiento o fracaso y decepción.
Un mareo repentino le hizo trastabillar. No se había metido a jugar a fútbol para aguantar tanta presión, pensó.
Se acordó de su padre. Miró a las gradas de nuevo. Sus hijos animaban desde allí. Se acordó de la decepción que sintió cuando de niño su padre había fallado un tiro del equipo regional con el que jugaba.
Miró al cielo:
-Lo siento papá - dijo.
Y levantando con fuerza el pie tiró a portería.