Llegamos al planeta según lo previsto.
Bajamos a tomar las muestras necesarias. La nave nos indicó que la atmósfera era respirable. Aun así no nos fiábamos, habíamos tenido accidentes por descuidos en el pasado, así que nadie se quitó el traje.
Iniciamos la marcha. Stuard, el militar, era el más fuerte de todos nosotros y andaba primero; Marcia y yo, que éramos los científicos, íbamos en medio y Kirt, el piloto, nos cubría las espaldas.
El ecosistema de aquel lugar era extraño. Árboles gigantes de siniestras ramas cerraban el paso de toda luz impidiendo ver a nuestro querido sol, mientras los sonidos de aquel lugar nos acechaban. Monstruos alados, del tamaño de puños, rozaron, más de una vez, muestra delicada piel, y nos provocaron intensas erupciones.
De repente algo gruñó entre la maleza y el pánico se desató. Pese al entrenamiento recibido, alguno de nosotros gritó. Recuerdo eso. Los gritos. Y correr. Correr a través de aquel infierno verde. No veía nada, solo hojas verdes. Recuerdo los golpes de las ramas y la falta de aire. Me ahogaba. La reserva de oxígeno se me acababa, así que, sin pensarlo demasiado, me quité el traje y lo abandoné en aquel lugar inmundo. Cuando la cordura volvió y paré, había perdido a todos. Mis compañeros habían desaparecido.
Perdido y desorientado, quise volver, pero me rodearon. Un grupo de humanoides extraños se acercaron. No iba armado ni soy valiente, así que me tiré al suelo y momentos después todo se volvió negro.
Y ahora no sé dónde estoy. Desde aquí, oigo voces en un idioma que no entiendo. No sé dónde están mis compañeros ni que ha sido de ellos. Estoy atado a una mesa metálica. Nadie sabe que estoy aquí.
Si al menos hubiéramos avisado a nuestros superiores de que nos adentrábamos en el planeta tierra. Los antiguos decían que era un lugar peligroso. Por qué no les hicimos caso.
Nadie vendrá a buscarnos. Tengo miedo.