Bath, Inglaterra. 1781.
El salón de los ases, la casa de juego más visitada en la ciudad, era un espectáculo para la vista, con sus paredes adornadas con exquisitos tapices y cortinas de terciopelo carmesí que caían en pesados y elegantes pliegues. Lámparas de cristal arrojaban destellos de luz sobre las mesas de juego, resaltando el brillo dorado de las cartas y las fichas. En el centro de la sala, una enorme chimenea de mármol se imponía ardiendo con un perezoso fuego, iluminando el rostro de los jugadores con su luz dorada.
Pero había mucho silencio en ese salón, todos parecían estar conteniendo la respiración. Ni siquiera se escuchaba el frufrú de los vestidos de seda de las mujeres presentes; los puros encendidos, que llenaban el ambiente con su humo y aroma, estaban detenidos sin ser calados en largo rato, mientras sus dueños observaban el juego de una mesa en particular, en la cual dos hombres se jugaban una fortuna.
Uno de ellos, un hombre de algunos treinta años, sudaba en su asiento mirando las cartas en su mano sintiendo la pesadez en el aire circundante.
El caballero que tenía delante, al contrario, parecía muy relajado, como si no se estuvieran jugando sus herencias, la renta de diez años de una propiedad próspera, o sus vidas.
Douglas Henderson respiró hondo sintiendo la transpiración correrle por la espalda, dentro de su muy apretado atuendo. Secó con la manga de su traje la frente sudorosa, haciendo que sus cabellos rubios y rizados se pegaran a su piel, y al fin se decidió, poniendo sobre la mesa sus cartas.
La sonrisa de triunfo de Nathaniel Radcliffe, su contrincante, precedió al movimiento de su mano dejando sus propias cartas sobre la mesa, y la gente alrededor, que hasta el momento había contenido la respiración, estalló en vítores y aplausos, celebrando al ganador.
Había sido un juego de horas, donde las apuestas subían cada vez más hasta llegar a cotas peligrosas. El valor total de esta había subido al escandaloso número de las treinta mil libras.
Ya Radcliffe era un hombre rico, pero esto era desorbitante. Por el contrario, todos dudaban de la capacidad de Henderson para pagar ese monto.
Douglas Henderson apretó la mandíbula mirando con falsa serenidad las cartas sobre la mesa. Sí. Había sido derrotado en este juego. El margen era muy ajustado. Nadie podría decir jamás que no se había esforzado, que no había jugado a conciencia.
Eso lo tranquilizaba.
Ahora quedaba ver si Radcliffe, ese estirado, era capaz de recibir su pago.
—Los asuntos mundanos referentes al dinero se tratan en mi oficina —informó Sebastien Chevalier, el hombre que regentaba aquella casa de juego en particular, y esperó que terminasen los elogios y saludos para guiar a sus invitados a una amplia estancia que seguía la decoración de la casa de juego, con sus tapices y cortinajes pesados.
Douglas miró a Austin Miller, su amigo, enviándole un mensaje silencioso.
Austin era conocido por ser cercano a Douglas, y a nadie le extrañó que lo acompañara al interior de la oficina.
Sebastien les invitó un trago comentando lo fascinante que había sido el juego, elogiando a ambos jugadores, y luego de servirles un whiskey a cada uno, los invitó a sentarse.
Nathaniel lo hizo cruzando elegantemente sus piernas y le dio un sorbo bastante mezquino a su whiskey. Por el contrario, Douglas lo vació de un trago, dejó el vaso sobre la mesa que tenía delante, y con voz escueta espetó:
—No tengo treinta mil libras.
Nathaniel lo miró sin demostrar emociones. No miró al anfitrión, ni al joven delgado y alto que había acompañado a Douglas; no hizo ningún gesto. Sus cejas seguían rectas sin el menor asomo de indignación o molestia.
—No puedo pagar —siguió Douglas.
—Acepto propiedades.
—Mi propiedad no llega a valer tanto.
—Acepto joyas.
—No hay joyas especialmente valiosas en mi casa.
—Acepto animales.
—Joder. ¡No! —exclamó Douglas. Al parecer, Radcliffe tenía una idea bastante clara acerca de su patrimonio. Era verdad, Douglas no tenía oro, propiedades o joyas que pudieran valer treinta mil libras. Tenía un par de caballos de raza resaltable, pero no llegaban a valer tanto, y era todo lo que tenía.
Por fin, en el rostro de Nathaniel apareció una emoción. Disgusto, desconfianza, desprecio.
—Un hombre que apuesta lo que no tiene —dijo con voz grave y pausada. A pesar de la tensión en su voz y mirada, las manos seguían sosteniendo el vaso de whiskey con delicadeza. —¿Qué voy a hacer contigo, Henderson?
La expresión de Douglas cambió entonces, completamente, y una sonrisa ladina rajó su cara.
—Tengo algo mejor que el dinero —Radcliffe elevó una ceja mirándolo fijamente.
—¿Una mina, acaso?
—No.
—¿Está por heredar algo? —Esta vez, Henderson tardó un par de segundos más en responder.
—No. Pero tengo una mujer que es un tesoro —Aunque intentaba sonar serio, no cabía duda del tono de burla en su voz. —Es supremamente hermosa, y si la acepta, complacerá sus caprichos las veces que quiera, por el tiempo que quiera.
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Editado: 22.11.2024