Temprano en la mañana, Jena Goldberg entró a la habitación de su señora, a la que servía desde que había llegado a esta casa, y encontró que ya esta se había levantado y, sentada en el alféizar de la ventana, miraba la luz del sol asomarse en el horizonte.
Se acercó despacio, analizando la situación y a su señora. Ella tenía una expresión desolada en el rostro, y unos dedos claramente pintados en el cuello.
Dejó salir el aire al tiempo que su estómago se apretaba un poco. Anoche, al parecer, había sido una de “esas noches”.
—No me diga —dijo en un susurro. —Pasó la noche en vela.
Georgiana apenas si la miró. Sus ojos azules volvieron a la luz que se iba asomando muy lejos en el horizonte.
Era verdad, no había vuelto a la cama luego de la visita de Douglas. Se paseó de un lado a otro pensando y pensando, pero como siempre, no encontró una salida a sus problemas, y perdiendo de nuevo su espíritu de lucha, se sentó en el mismo alféizar de siempre, dejándose llevar por sus melancolías.
Pero ahora era peor.
Todas las vejaciones a las que había sido sometida por su esposo no eran tan malas si se comparaban con el hecho de que ahora tenía que meterse en la cama de otro hombre. Y que Nathaniel Radcliffe fuera ese hombre le hacía querer morirse.
Pestañeó cuando sintió el paño frío que Jena le ponía en la garganta, y le ordenaba a una criada que le trajera el desayuno a la señora.
Georgiana tenía dos personas para su cuidado. Jena, y Celestine. Jena era una especie de dama de compañía que le había sido asignada al llegar a esta casa, y Celestine se encargaba de la limpieza de su habitación, ropa, y comida. Entre las dos cuidaban de ella, y habían sido testigo demasiadas veces de los golpes a los que era sometida.
Al principio le tuvieron lástima, luego, tratando con ella cada día, se dieron cuenta de su fortaleza, fortaleza que había ido menguando con el tiempo.
—Necesita un baño, señora —le dijo Jena. Aunque Georgiana le había pedido muchas veces que la llamara por su nombre, nunca lo hizo. —Un baño barrerá por un momento sus preocupaciones.
Georgiana la miró al fin.
—Por un momento —dijo con voz rasposa. Le dolía hablar. Sonrió con ironía por las palabras de Jena. —¿De qué me sirve que se barran por un momento?
—No hable. Se lastimará más la garganta.
—¿Y qué importa? ¡Hice cosas peores con mi garganta!
—Señora…
—¿Qué importa? —exclamó Georgiana, lastimándose aún más. —Ahora sufriré vergüenza no sólo ante ti, Celestine, y los invitados de mi esposo. Ahora mi vergüenza se extenderá más allá de estos muros y gente desconocida sabrá lo patética que soy. Pensé que no podía caer más bajo. Cuando me dejó en paz, pensé que estaría a salvo al fin. Pero ahora ha decidido ofrecerme a otros hombres por fuera de la casa como si fuera… mercancía. —Las lágrimas le corrieron pesadas y presurosas por las mejillas, llegando hasta su cuello y pecho. Era como si las hubiese estado conteniendo toda la noche, todo el año.
—¿Qué pasó ahora?
—¡Quiere que me acueste con Nathaniel Radcliffe! —contestó Georgiana ahogada en lágrimas.
Jena se espantó y cubrió sus labios con las manos.
—Nathaniel… ¿El señor Radcliffe?
—Perdió… una apuesta. Pero todo fue una estrategia. Necesita un heredero… y quiere que lo engendre con él. —Jena cerró los ojos indignada. —Me enviará a su casa —siguió Georgiana abrazándose a sí misma. —Quiere que lo seduzca. ¿Por qué no puedo simplemente morir, Jena?
—No diga eso, por favor —le pidió Jena acercándose a ella y limpiando sus lágrimas. Jena era un poco más alta que Georgiana, y también diez años mayor.
Todavía la recordaba con la luz en la mirada el día que había llegado. Una niña, prácticamente; esperanzada, sorprendida, con ilusiones.
Y también recordaba cómo de un tajo esa luz se apagó de sus ojos. No fue gradual, no. Un día ella había sido una niña feliz, y al otro, la mujer más miserable sobre la tierra.
Y luego todo fue a peor. La vio llorar amargamente, vomitar, intentar escapar, intentar morir. Pero Georgiana Henderson estaba en una prisión peor que el infierno mismo. Jena pudo haber escapado, porque también era terrible para ella, pero aunque la conocía desde hacía muy poco, ya no era capaz de abandonarla a su suerte.
Sus padres se habían hecho los ciegos y sordos cuando quiso contarles las cosas que estaban pasando. La familia del esposo era escasa, pero estaban todos de parte suya. Las hermanas estaban todas sumergidas en sus propias preocupaciones, y como entre todas la más acomodada era Georgiana, al contrario, esperaban que fuera ella la que les tendiera la mano.
La pobre estaba sola, completamente abandonada en este antro de perdición. Un pajarillo indefenso en medio de una jauría.
¿Qué podía hacer?, ¿qué podía siquiera decir para que no se sintiera tan miserable?
—¿Y… si aprovecha esta oportunidad? —Georgiana la miró como si de repente Jena se hubiese vuelto loca. —¿Y… si le cuenta todo a ese señor Radcliffe?
—¿Qué?
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Editado: 22.11.2024