Ese maldito encanto tuyo

3

Tarde en la noche, Nathaniel disfrutaba de un vino mientras leía las noticias en un periódico. Seguía lloviendo, y la mansión estaba quieta y silenciosa.

Había preferido cenar en sus aposentos ignorando deliberadamente a su no invitada. Tal vez el bajar le diera a ella la idea equivocada, y debía ser claro en sus intenciones.

Y era una lástima. Podía imaginarla perfectamente vestida para la cena, luciendo sus encantos, que no eran pocos, y sonriendo aduladora. Aunque estaba seguro de que cada una de sus sonrisas y miradas estarían estudiados para un único propósito, él era solo un hombre, un hombre soltero por demasiado tiempo, además.

Sin embargo, debía ser cuidadoso. Ni siquiera debía dar a entender que habían pasado una velada juntos. No tenía idea de cuán peligrosa podía ser esta mujer. Mentirosa, conspiradora, tramposa… Si era la mujer de Henderson, y pagaba sus deudas de juego con su cuerpo, no debía ser una mujer digna y respetable.

Un ruido afuera llamó su atención, y levantó la vista del periódico que hacía rato había dejado de leer de verdad y agudizó el oído. Nada. Tal vez algún criado había tropezado.

Pero, ¿a esta hora de la noche todavía había criados rondando? Lo dudaba.

Volvió la calma, pero Nathaniel seguía mirando hacia la puerta. No podía ser. Esa mujer no estaba afuera a punto de llamar, ¿verdad?

Se puso en pie dejando la copa y el periódico a un lado y caminó silenciosamente hasta la puerta. Miró por debajo notando que no había luz al otro lado. Sin embargo, la posibilidad de que estuviera afuera no era nula, aunque todo seguía en silencio.

¿Y si ella era una ladrona y estaba aquí para meter en sus valijas cosas de valor? ¿Y si estaba afuera robando objetos de oro, o peor, metiéndose con alguno de sus lacayos, ya que él la había rechazado?

Abrió la puerta de golpe y salió al pasillo. Todas las velas estaban apagadas ya, estaba absolutamente oscuro, pero él se conocía esta mansión perfectamente, así que caminó varios pasos hacia la escalera que llevaba al primer piso. Nada. Sólo el sonido rítmico y apagado de la lluvia afuera. Un relámpago iluminó brevemente el interior, pero su luz pálida y azulosa no develó ningún secreto.

Meneando la cabeza por sus ridículas paranoias, volvió a su habitación. Su vela se había apagado, así que buscó el encendedor. Cuando tuvo de nuevo luz, la vio.

Ella estaba al pie de su cama, vestida con…

Era una alucinación, se dijo. Ninguna mujer podía ser tan hermosa.

Tenía los cabellos rubios sueltos, y caían en cascada sobre sus delgados y pálidos hombros. Y de ahí hacia abajo, una delicadísima tela de encaje hacía el intento de cubrir su cuerpo. Sólo el intento, porque no lo conseguía.

De dos finas tiras, unos pequeños pedazos de encaje cubrían sus senos, pero se podía ver todo debajo, lo redondo de sus formas, el delicado peso que los hacía caer suavemente, y los rosados pezones. La estrecha cintura se anchaba hacia las caderas, y tampoco tenía nada debajo que cubriera su intimidad, pues podía ver perfectamente la forma de su vulva. Los muslos de curvas muy suaves, las hermosas pantorrillas, los desnudos pies…

Era malditamente encantadora. Nathaniel quedó presa de su encanto por demasiado rato. Sintió la garganta seca, y su instinto despertó como hacía mucho tiempo no lo hacía. La sangre empezó a fluir por su cuerpo y a concentrarse en partes muy específicas.

Era hermosa, tentadora, peligrosa.

Lo peor es que no se cubría, no parecía tímida por estar allí tan expuesta. Mierda. Le fue tan fácil imaginarla encima de él, tomando el control de todo, balanceándose suavemente mientras gemía.

Su garganta se apretó y tuvo que contenerse fuertemente para no hacer ningún ruido. La mente es fuerte, se repitió, aunque el cuerpo fuera tan débil.

—Perdón por meterme de esta manera en tu recámara —dijo ella, y su lenguaje informal hacía que todo esto pareciera más íntimo de lo que ya era. Ella elevó una mano y se masajeó suavemente el cuello, y los ojos de Nathaniel volvieron a caer hechizados por ese movimiento. Era hermosa, era perfecta, seductora y completamente a su alcance.

Podía tomarla, sí. Después de todo, ella estaba dispuesta, y se ofrecía voluntariamente. No necesitaba esas treinta mil libras, después de todo.

Nathaniel retrocedió un paso al llegar a ese pensamiento. Treinta mil libras. Ella era un producto de intercambio, nada más. Y sí, se prestaba voluntariamente a eso. ¿Cuántas veces lo habría hecho? ¿Era su costumbre?

El fuerte deseo se transformó rápidamente en rechazo.

—Fuera de mi habitación.

—Me iré —dijo ella avanzando hacia él. La luz de la vela iluminó pobremente su cuerpo, pero era suficiente para hacer saber que era perfecto. —En un rato.

Georgiana se acercó más a él, mucho, hasta estar a un palmo de distancia. Elevó una mano y suavemente la apoyó en la mejilla masculina. Bajó por el cuello, el pecho, y más abajo. Cuando intentó tomarlo en su mano, él se la retuvo con fuerza. Dolió un poco, pero Georgiana no se quejó.

—He dicho… fuera.

—Sólo será un momento.

—Ni un momento, ni medio. Fuera.




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