La tormenta había pasado. Mew sintió que era momento de regresar. Repitiéndose como un mantra eso de que "el tiempo lo cura todo...", caminó hacia el final de la calle y se detuvo tembloroso en el lugar exacto donde, hasta hacía un mes atrás, había estado su casa. Ahora no quedaban más que montañas de cenizas oscuras, hierros retorcidos y cimientos hundidos por el agua.
El incendio se lo había devorado todo, en lo que tarda un parpadeo. Mew se había quedado sin casa, sin la sonrisa de su hermanita y sin los abrazos de su mamá. Los primeros días caminaba, comía, respiraba como si fuera un zombi. Creyó que ya no le quedaba nada, hasta que esa noche supo que aún tenía una familia; aprendió que los verdaderos lazos pueden unir corazones aunque no compartan la misma sangre.
Mew se preguntó por enésima vez, mientras miraba los restos quemados, qué hubiese sido de él sin Gulf. Gulf, su mejor amigo desde los seis años, su pareja inamovible en los torneos del club, su defensor inclaudicable en la escuela cuando alguien le hacía bullying, su compañero en las noches de insomnio en la terraza, contando estrellas, el mismo que hablaba y hablaba sin parar y el mismo al que Mew quería más que a cualquier otro, en silencio.
– ¡Aquí estás!– Gulf se le había acercado por detrás con sigilo, cuando vio que su amigo había empezado a llorar.
Y lo abrazó. Como lo hacía siempre. Y como lo venía haciendo especialmente en aquellos últimos días. Lo abrazó y esperó a que su corazón se calmara. Luego que Mew esbozara una sonrisa tímida, Gulf no perdió tiempo y estiró sus brazos mostrándole una caja.
– Feliz cumpleaños.– le susurró.
Mew rompió en llanto otra vez y otra vez Gulf lo abrazó. Unos minutos después, sentados los dos en donde antes del incendio florecía un jardín, Mew miró a Gulf a los ojos:
– Yo...vine...a buscar mi caja...pero no quedó nada...
– Me lo imaginé...Por eso yo vine a traerte la mía.
– No sabía que tenías una caja de tesoros igual que yo...– dijo Mew sorprendido.
– Tenía...Ya no la tengo...Ahora es tuya...
Mew sonrió con timidez. Miró a su amigo de toda la vida; casi quince años compartiendo sus vidas.
– No puedo quedarme con tu tesoro. Es tuyo...Son cosas tuyas...Son tus recuerdos...
– Son nuestros recuerdos...– le susurró Gulf mientras abría la caja– ¿Recuerdas esta pelota de goma? Estabas jugando con ella, se la arrojabas a tu perrito, aquí mismo en este jardín, y yo pasé con mi bicicleta y...
–...y sin querer te golpeé en la cabeza...– Mew se puso colorado de la vergüenza al recordarlo – Te dieron cinco puntos en la frente aquel día por caerte de la bicicleta...¡¿Y todavía la guardas?!– Mew señaló la pequeña pelota descolorida.
– Teníamos seis años. Recién te habías mudado aquí. Yo pasaba todos los días, en mi bicicleta con la idea de hablarte pero nunca me animaba. Esperaba que me hablaras tú, pero ni siquiera me mirabas. Te la pasabas jugando con ese cachorro. Pero ese día que me golpeaste accidentalmente con la pelota no sólo logré que me hablaras, sino que además corriste hacia mí cuando me viste tirado y me cuidaste toda la noche. Te acostaste a mis pies, en mi cama, y a cada rato te acercabas y te fijabas si...
– ...si seguías respirando...– dijo Mew– Tenía miedo de que te murieras por mi culpa.
Gulf rió a carcajadas. Mew miró adentro de la caja y se mordió el labio al ver una libreta de tapas negras.
– Siempre quise saber qué dibujabas en esta libreta.– dijo Mew– Te la pasabas dibujando y dibujando pero jamás me dejabas ver...
Gulf lo animó con una sonrisa. Mew tomó la libreta con manos temblorosas y la abrió. Y no fue capaz de articular palabra hasta llegar al último dibujo. Era él, en cada dibujo, sentado, durmiendo, sonriendo, leyendo un libro, jugando con su perro, abrazando a su hermanita, caminando de la mano con su mamá... Mew lloraba en silencio, sin poder quitar su vista de las imágenes.
Gulf tomó el último objeto que estaba arrugado en el fondo de la caja y al desdoblarlo, Mew rió entre lágrimas.
– ¡No puedo creer que guardaras eso!
Mew tomó entre sus manos el trapo viejo y arrugado que alguna vez había sido la remera favorita de Gulf. Una mancha oscura y reseca hizo que Mew arrugara la nariz.
– ¡¿Por qué guardas esto?!
Gulf volvió a reír.
– Porque...fue la única vez que te vi borracho. Me llevaste de la mano a caminar lejos del campamento. Me hiciste sentarme contigo en el tronco de un viejo naranjo, cerca del río y dijiste...que tenías un secreto que contarme...
Mew se puso serio de repente. Aquella borrachera había sido fingida. Porque era la única manera de hablarle a Gulf sobre sus sentimientos, sin sentirse un cobarde. Y si todo terminaba mal, como estaba seguro de que terminaría, tenía la excusa del alcohol para asegurarle al día siguiente que nada de aquella confesión había sido cierta.
Pero nada había salido como lo planeó. Apenas abrió la boca para decirle a Gulf que lo amaba de una manera romántica, el poco alcohol que había tomado, para simular aliento de borracho, lo traicionó y terminó vomitando sobre la remera de un Gulf que no paraba de reírse.
– Nunca acabaste de contarme ese secreto...– dijo Gulf de repente.
Se miraron fijamente por varios segundos.
– ¿Cuál es ese secreto, Mew?
Mew miró a su alrededor. Todo lo que tenía ya no existía. ¿Cuáles hubieran sido sus últimas palabras a su mamá y a su hermanita...si hubiese sabido que ya no las vería nunca más?
Por eso supo que ya no guardaría secretos nunca más.
– Amarte...es y siempre ha sido mi secreto... Amarte de forma romántica y no como a un hermano... Desearte... Celarte....Poseerte... Ese es el secreto que he guardado siempre...
Gulf tomó de la mano a Mew y lo llevó en silencio hacia un viejo naranjo que reverdecía en el patio trasero de la casa, lo único que había quedado en pie después del incendio. Sin soltarle la mano a Mew, Gulf quitó un pedazo de corteza que sobresalía cerca de las raíces y sonrió. Gulf leyó varias veces las palabras porque creía que sólo eran producto de su imaginación.