Me llamo Lena Blackwood. Mi nombre musulmán, como más tarde descubriré, es Layla Al-Hadi. Pero aquí, bajo un cielo de invierno que muerde, ese nombre aún no existe.
Estoy parada frente al ataúd de mi madre. El mármol oscuro del sepulcro aún brilla con la humedad de la tierra removida. Rosas blancas caen, una a una, sobre la madera pulida, y con cada pétalo que toca el ataúd, siento que algo en mí se quiebra más.
El silencio es espeso, de esos que ni los pájaros se atreven a cortar.
Mis dedos tiemblan, aferrados al borde del abrigo que mi madre me compró el otoño pasado. Su perfume todavía duerme en el forro, y por eso no me lo quito, aunque el viento me quema el rostro.
Las últimas palabras de mi madre aun pesan en mi corazón, quebrándome cuando miro la tierra iniciar a manchar el ataúd.
“Lena, cariño mío, en lo más profundo de tus raíces, cuando llegue el momento, él vendrá como el viento, suave pero firme, buscando que tu sigas la luz que él encenderá para ti, recuerda que eres libre.”
No tengo padre. O eso creía. No tengo parientes cercanos. Tampoco casa. Solo la memoria de una mujer que me amó hasta el último respiro. Y cuando sostuve su mano por última vez, con las ultimas fuerzas que le quedaban, escuche algo que no comprendo del todo.
“Camines donde camines, mi amor te seguirá, mientras seas firme en tu bondad, lo demás es solo eco del mundo.”
Estoy sola. Es una realidad. Mi madre se reusaba a hablar de mi padre. Ese padre que miles de veces quise buscar, no apareció ni en este momento.
—Lena... —me llama Susan, su voz rasgada por el llanto.
Giro. Ahí están ellas: Susan, Mariela y Tasha. Mis amigas. Mi pequeña tribu de los días rotos. Susan, con sus pecas pálidas; Mariela, con esa mirada de fuego que no se deja quebrar; y Tasha, que nunca puede contener el llanto, ni siquiera cuando ve películas tristes.
—No estás sola —dice Mariela, abrazándome con los ojos.
—Nos tienes a nosotras —añade Tasha, su voz apenas un susurro helado.
-Lo sé -. Me abrazo a ellas y me permito desmoronarme.
Siempre hemos sido las cuatro contra el mundo. Inseparables. Mi madre solía bromear diciendo que nos enterrarían a las cuatro juntas. Que curiosa es la vida. Estamos las cuatro dándole el último adiós a la mujer que me dio la vida.
-Vamos a llorar, nos emborracharemos, y la siguiente semana, iremos de frente contra la vida -. Dice Susan abrazándome duro.
-Vamos a mostrarle a tu mamá que crio una perra valiente y triunfadora -. Agrega Tasha dándome ánimos.
Las personas que llegaron empiezan a dispersarse. Mi llanto cesa levemente. Respiro hondo y acepto que esto es el ciclo de la vida y que ahora debo enfrentarme sola al mundo, teniendo como arma las enseñanzas de mi madre.
Nunca entendí su forma de educarme, siempre fue una mujer reservada, se oponía a que mostrara mi cuerpo, no faldas cortas, shorts, minivestidos, no era exigente pero tampoco liberal. Ahora extraño sus regaños.
“Tu cuerpo es tu templo, es sagrado.”
No sé cuántas veces me reprendió usando esa frase. Y cuando estoy por volver a llorar, cuando quiero gritar de dolor… lo veo.
Primero, los hombres. Seis. Altos, de piel cobriza, vestidos con túnicas blancas inmaculadas que ondean como fantasmas en el cementerio. Caminan en formación, ojos firmes, como centinelas de un mundo que no conozco.
Luego él.
Un hombre imponente, de barba cuidadosamente recortada, ojos oscuros como las tormentas del desierto. Viste una túnica blanca, ceñida con un cinturón de tela dorada. Un velo cae sobre los hombros con gravedad ceremonial. Es una vestimenta árabe.
Los murmullos entre los asistentes mueren en un instante.
Él se detiene frente a mí. Me observa como quien ve por fin la luna después de años de oscuridad.
—¿Tú eres Lena? —dice con una voz profunda, un inglés impecable cubierto de un suave acento árabe.
Asiento, sin saber por qué.
—Me llamo Tariq Al-Hadi.
Hace una pausa. El silencio se vuelve un abismo.
—Soy tu padre.
Todo se detiene. Incluso el viento. Como si un rayo me callera en la cabeza iluminando y destruyendo todo lo que creía.
—Eso no es posible —susurro en un jadeo —. Él nos dejó. Eso me dijo mamá. Me crío sola.
—Ella no te mintió. Yo la dejé. Pero no a ti. Tu madre me pidió que me mantuviera lejos. Por razones que no puedo explicar aquí. Pero ahora... todo ha cambiado. He venido a buscarte.
“él vendrá como el viento…”
Retrocedo un paso, pero no hay a dónde ir. El frío me muerde la nuca. No tengo a dónde volver.
—Y ahora... ¿qué esperas que haga?
—Que vengas conmigo a Arabia Saudita. A casa. Estoy dispuesto a cuidar de ti, Lena. O, mejor dicho, Layla. Ese fue el nombre que elegimos para ti, tu madre y yo... antes de que todo se rompiera.
No entiendo. No quiero entender. Pero estoy cansada. Rota. Sola.
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Editado: 28.08.2025