Esencia

CAPITULO 2

NARRA LENA

El aire es más seco aquí. Huele a arena, a incienso... y a silencio. Me lo dijo el piloto cuando aterrizamos: "Bienvenida a Riad". Aunque nada en mí se siente bienvenida.

Nos esperan varios hombres vestidos con túnicas níveas, tan inmaculadas que parecen fundirse con el resplandor del sol. No hablan. Se colocan en formación con precisión militar. Cuando salgo del avión, mi padre —Tariq Al—Hadi— se gira hacia mí con gesto solemne.

—Ponte esto —dice, extendiéndome una prenda negra de tela ligera pero imponente.

Es una abaya, lo sé por las fotos, por lo poco que leí en internet antes de que mi teléfono muriera entre mensajes sin responder. También lleva un velo que cubre el cabello.

—¿Es necesario? —pregunto en un susurro, aunque la pregunta se disuelve antes de alcanzar su oído.

Él no responde. Solo asiente con firmeza, como si no cupiera duda. Me la pongo. En cuanto lo hago, algo extraño sucede. Uno a uno, los rostros de quienes nos esperan se inclinan levemente hacia el suelo. Nadie me mira. Nadie.

Nos subimos a un auto de lujo cuyo interior huele a cuero y a madera pulida. Desde la ventana, la ciudad parece una pintura de oro y espejos. Los edificios se elevan como gigantes de cristal y mármol, y al fondo, el sol cae sobre las dunas, derramando fuego líquido en el horizonte.

El convoy se mueve como si el mundo se apartara para dejarnos pasar. Y cuando las puertas del complejo familiar se abren, lo comprendo: esto no es una casa. Es un palacio.

Columnas de mármol blanco, fuentes con luces danzantes, puertas con herrajes de oro, alfombras persas que parecen flotar sobre el suelo. Todo es silencioso. Demasiado.

Subimos unas escaleras que parecen no tener fin. Al llegar al ala norte, Tariq abre una puerta doble de madera tallada. Me invita a entrar.

—Esta será tu habitación —dice.

La palabra "habitación" no le hace justicia. Es más grande que el departamento donde viví con mi madre toda mi vida. Hay tres ventanales cubiertos con cortinas de seda color marfil, un dosel de terciopelo blanco sobre una cama que podría albergar a diez personas, y una alfombra tan suave que mis pies hunden su pena en ella.

Luego, los armarios.

Los abre con un gesto teatral. Dentro, vestidos firmados por diseñadores que solo he visto en revistas; bolsas con las iniciales de marcas que alguna vez envidié desde vitrinas; relojes, perfumes, joyas, collares, brazaletes de oro y piedras semipreciosas, todo ordenado con simetría quirúrgica.

Es bello. Es abrumador. Es... demasiado.

—No entiendo —digo al fin, apenas en un hilo de voz—. ¿Por qué todo esto?

Tariq se acerca. Su expresión es firme, pero no agresiva.

—A partir de ahora, tu vida cambiará, Layla. Esta es tu casa. Yo soy tu tutor. Mañana vendrá una instructora a enseñarte las normas básicas de comportamiento, modestia, lengua y religión. Practicarás el islam como corresponde a una hija de esta familia. También aprenderás a conducirte en sociedad.

—¿En serio? —mi voz suena pequeña. Casi infantil.

—Por supuesto —dice sin titubear—. No puedes salir de esta habitación sin mi autorización. Y por ahora —extiende la mano—, necesito tu teléfono.

Vacilo.

—¿Para qué?

—No lo necesitarás. Aquí no hay espacio para distracciones. Sólo aprendizaje y transformación.

Le entrego el celular con dedos helados. Él sale. La puerta se cierra. Y yo me quedo allí, suspendida en un silencio que ya no parece elegante, sino ominoso.

Me siento en el borde de la cama. No lloro. Las lágrimas hace días que me habitan como huéspedes indeseados.

Pero entonces, la puerta se abre.

Una figura entra, cubierta con una abaya negra y velo. Camina con gracia contenida. Pero apenas la puerta se cierra detrás de ella, se despoja del velo con un movimiento fluido.

Ante mí aparece una joven de unos dieciocho años, de piel dorada, ojos almendrados delineados con kohl y labios perfectamente perfilados en tono coral. Su cabello negro cae en ondas hasta la cintura. Viste un conjunto de seda verde esmeralda que contrasta con su andar felino.

—Assalamu alaikum, hermana —dice con una sonrisa que no llega del todo a los ojos—. Soy Mira Al—Hadi, tu... hermanita.

—Hola... —respondo, más por educación que por lógica.

No sé si esto es real o solo otra capa del sueño extraño en el que me encuentro.

Ella se sienta a mi lado sin pedir permiso.

—Papá me habló de ti. Bueno, no de ti exactamente, pero sí de ella —dice, refiriéndose a mi madre con la voz untada de azúcar—. Me imagino que esto debe ser... tan extraño para ti. Del frío americano al corazón del Reino. De una vida simple a esto —extiende las manos con teatralidad—. El paraíso.

No sé cómo responder. Ella no me da espacio.

—No te preocupes. Aquí todo parece confuso al principio. Las reglas, los silencios, las puertas que se abren y las que jamás se tocan. Pero si sabes adaptarte... puede ser bastante agradable.




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