Esencia

CAPITULO 4

NARRA LENA

La mujer me mira exigiendo que dé una respuesta a sus preguntas.

—Layla, ¿tuviste pareja? ¿novio?

—Eso es privado… —susurro.

—No aquí. Responde.

—…Sí.

Mentirosa, mentirosa. Y a quién le importa. ¿si me porto mal me mandan de regreso? Eso sería genial.

—¿Relaciones íntimas?

—¿Qué…?

—No necesitas explicarlo. Sólo di sí, no o prefiero no decir.

—Prefiero no decir.

—Lo anoto como sí.

¡porque mierda pregunta si anotara lo que se le da la gana!

Siento que el aire se vuelve más pesado.

—¿Crees en Dios?

—No lo sé.

Ella suspira. Hay decepción en sus cejas.

—¿Has practicado alguna religión? ¿Bautismo? ¿Primera comunión?

—Mi madre me dejó elegir. Nunca quise nada… definitivo.

—Eso es lo primero que trabajaremos: tu raíz espiritual. Sin raíz, no hay fruto. Y sin fruto, no hay honra.

Raíces echara mi trasero si sigo sentada más tiempo…

Continúa escribiendo. Yo sólo escucho el rasgueo de la pluma sobre el papel, como un juicio permanente.

—¿Has vivido sola?

—No —. Creo que esta es la verdadera razón por la que mi madre no me dejo mudarme con mis amigas.

—¿Sabes cocinar? ¿Coser? ¿Administrar un hogar?

—¿Eso importa?

Mi madre me envió a clases de cocina, menaje de casa, costura, arreglos florales, muchas veces me burle de ella por hacerme tener tantas clases privadas. Etiqueta básica… etcétera.

—Aquí, todo importa.

—No sé hacer nada ni un huevo frito —. Miento.

Cuando termina, cierra la libreta con una presión seca.

—Tu deber es obedecer, aprender y florecer. No como una flor salvaje, sino como una que sabe a qué jardín pertenece. Mañana comenzaremos con tus horarios de oración, tu léxico básico en árabe, y las reglas de decoro en espacios mixtos.

Se levanta. Recoge sus cosas. Me mira una última vez.

—No sientas miedo, Layla. El agua que más transforma es la que talla lentamente la piedra.

Y se va.

“Ey awua qui mhas tanshfoima ish ya que talla gentamente ya pieya”

—¡Tú y tu agua me la pela! —. Grito a la puerta cerrada.

No voy a soportar esto. No lo haré. Esta apacible y obediente Lena tiene fecha de caducidad.

No sé si tallada… o quebrada. Pero con la noche sobre mi cabeza. No duermo. Paso la noche mirando el techo como si contuviera una grieta, una fractura por donde colarme y huir.

Las palabras de la instructora Samira aún repican como metralla bajo mi piel: obedecer, callar, no levantar la mirada, florecer en silencio. Me enseña a ser invisible envuelta en terciopelo, a besar la idea de mi propia clausura como si fuera un privilegio.

Pero yo no soy eso. Yo soy un incendio que está recibiendo el soplo del viento.

Al amanecer, algo estalla.

—¡está decidido! ¡no me quedare aquí ni un minuto más! ¡al diablo mi padre, al diablo todo!

Me visto con lo que encuentro: jeans, una camiseta negra sin mangas, el abrigo que traje desde Nueva York. No me pongo la abaya. Que el mundo me vea como soy. Que sepa que no pertenezco.

Rasgo la esquina de la cortina. Miro hacia el jardín interior: no hay guardias a la vista. El corazón me golpea el pecho como tambor de guerra.

Respiro hondo. Y corro.

Por los pasillos alfombrados. Por las escaleras. El mármol resuena bajo mis botas.

Salto un muro bajo, tropiezo con las piedras del jardín, y por fin… la calle. El aire de Riad me golpea la cara como un ladrillazo caliente. Pero es libertad. Caótica, brutal, irreconocible. Y es mía.

Empiezo a correr sin dirección. El sol quema. El aliento se me quiebra. Las sirenas de la ciudad no existen: todo es arena, autos lujosos, edificios de cristal que se elevan como torres de vigilancia.

Nadie me entiende. Yo no entiendo a nadie. Me lanzo al azar dentro de un taxi. Grito una palabra inventada. El conductor —con expresión confusa— me lleva. Tal vez cree que soy turista. Tal vez me está salvando. O tal vez me entrega a mi propia desgracia.

Me deja frente a un centro comercial inmenso, todo mármol blanco y vidrios polarizados. Entro tambaleando. Los ojos de todos me siguen, escandalizados. No llevo velo. Ni abaya. Y yo… apenas respiro.

En ese momento, corro al interior del vestíbulo como quien escapa del juicio final. Y lo veo.

A él.

Un gigante, tal alto como las columnas, de presencia muda y majestuosa. Viste un thawb blanco sin una sola arruga, un bisht negro con bordes dorados que cae como humo. Su ghutra está sujetada con un agal trenzado de ébano y oro. La barba perfectamente recortada. Las pestañas gruesas proyectan sombras sobre unos ojos dorados, como si el sol se hubiese partido en su mirada. Su rostro es simetría feroz: pómulos altos, mandíbula esculpida, nariz recta de príncipe.




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