NARRA LENA.
Salgo del salón privado que Zayd abrió para mí como quien sale de una iglesia secreta. Me cubro con velocidad y precisión, el niqab vuelve a su lugar, y mis pasos se funden en los del distrito como si nunca hubiera corrido, como si nunca hubiera llorado.
Regreso al café sin que nadie lo note. El guardia abre la puerta con neutralidad. Mira ya está sentada entre las demás chicas, rodeada de azucaradas sonrisas y perfume de superioridad. Nadie pregunta dónde estuve.
Me siento con la espalda recta y los labios sellados, pero dentro de mí… algo tiembla. No de miedo. De fuerza. Como si la sola presencia de aquel hombre sin tocarme, sin nombrarme más allá del susurro me hubiese dado años de vida en segundos.
Miro a las chicas. Intento participar. No funciona. Me saludan con cortesía medida, pero la conversación nunca gira hacia mí. Mira es el centro absoluto.
—Fahd me regalará una colección de relojes Cartier y una casa en Jumeirah —dice, con voz tan dulce que parece estar recitando el Corán —. Y la dote es magnífica, joyas, autos, propiedades, efectivo.
Las chicas celebran su compromiso. Comentan sobre la calidad de los diamantes, el apellido, los regalos, la dote. Todo suena como una subasta envuelta en rosas.
Hasta que, como quien deja caer un plato de cristal en la sala, una de ellas dice.
—La madre de Zayd Al-Qasimi está buscando esposa para él.
El silencio es inmediato. Presto atención. Todas se giran, interesadas y tensas. El nombre pesa más que cualquier otro. Raramente que lo mencionen me molesta.
—¿En serio? —dice una con tono venenoso—. Pero él tiene un hijo. Eso lo convierte en una opción defectuosa. ¿Quién quiere empezar criando al hijo de otra?
—Pero es Zayd —responde otra, con voz extasiada—. Tiene propiedades en media Europa. Su compañía está en Forbes. Vive como un príncipe en Diriyah. Su hijo es adorable. Dicen que su esposa era hermosa. Murió joven. Es trágico. Romántico.
—Muy romántico —dice una más—. Hasta que te toque educar a un niño que nunca será tuyo y compartir tu marido con una tumba.
—¿Y quién dice que aún ama a esa mujer muerta?
—Todos los que lo conocen. No es la primera vez que alguien lo intenta.
La conversación se torna cruel. Realista. Fértil en opiniones tajantes.
—Yo no me casaría con él —declara otra—. Sería como vivir en competencia con un fantasma. No importa el dinero. Yo quiero ser la primera, no la elegida para limpiar las ruinas.
—Como sea, si logro casarme con Zayd, tendré todo. Su hijo es lo de menos.
—Dicen que es complicado acercarse.
—Nada que no pueda resolver una buena reputación o un escándalo.
Las mujeres hablan sin piedad. ¿a estas manipulaciones se refería? Porque desde donde lo veo, su nombre apareció y todas comenzaron a tomar ideas para pegársele. Normal que sea tan hostil.
—Puede tener defectos, pero ese defecto puede ir a estudiar al extranjero, y puedo darle hijos.
—Es una oferta tentadora, pero no podría aceptar a un esqueje.
Hablan del niño como si fuera un error o un defecto… su crueldad me da asco. Me causa nausea.
—Mi madre a arreglado mi compromiso con él. No se atrevan a meterse o las destruiré, ese hombre es mío —. Dice otra muy engreída —. Ya hemos buscado una solución, cuando le dé hijos, se olvidará del bastardo.
Mira no habla. Su sonrisa se desdibuja. El nombre de Zayd ha eclipsado el fulgor de su propio compromiso.
—Mi prometido no tiene hijos —dice al fin, intentando recuperar terreno—. Ni historias trágicas. Ni amores pasados. Lo mío es nuevo.
Cambian de tema. Yo no digo nada. Aunque estén hablando del hombre que me ocultó. Que me escuchó. Que prometió buscarme. Y me pica la lengua por gritarle sus verdades a estas mujeres superficiales. No por defenderlo, por sentido común.
Pobre hombre… que cruel puede ser el destino.
NARRA ZAYD
Después de que Lena se marchó, envuelta en silencio y tela, no volví a respirar igual.
Yo, Zayd Al-Qasimi, acostumbrado a leer cifras y rostros, no pude descifrar ese temblor que se me quedó en la palma donde rocé su tela. Así que hago lo que hago mejor: busco respuestas. No escandalosamente. No de frente.
Llamo a Omar. Leal. Silencioso. Discreto.
—Necesito información sobre una mujer —le digo, mientras el cielo cae sobre Diriyah en tonos de cobre.
—¿Nombre?
—Lena o Layla. Occidental. Llegó hace unos meses. Vive con Tariq Al-Hadi.
Omar no reacciona. No pregunta por qué.
—¿Qué nivel de investigación?
—Total. Pero invisible.
—Entendido.
Dos días después, vuelve. Con una carpeta negra, sin marcas. Me la entrega como quien ofrece cenizas de profecía. La abro. Y ella está ahí.
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Editado: 28.08.2025