Esencia perfecta

Parte 4

—Está empezado —susurró Cyril sosteniendo con fuerza las manos de Andrei—. Estoy asustado, no quiero volver —sollozó—. No quiero volver a la soledad, a la eternidad. Quiero quedarme aquí, contigo. Aunque tú no me ames como yo a ti.

Andrei tragó saliva y tiró de las manos temblorosas del ángel hacia sí mismo. Le rodeó con los brazos la cintura, enterrando el rostro en el cuello pálido y sudoroso, y aspiró su indescriptible aroma como a flores y a lluvia, o como la nieve fundida bajo el sol de primavera.

—No voy a soltarte, Cyril. Van a tener que arrancarte de mí a la fuerza —dijo Andrei, provocando que el ángel llorara con más fuerza.

Una luz iluminó entonces el callejón oscuro y rugió un trueno. Una lluvia torrencial empezó a caer sobre ellos, empapándoles hasta los huesos en pocos segundos. En medio del silbido incesante de la gotas sobre el asfalto, el ruido de los coches circulado a toda prisa camino a casa y el gimoteo lastimero de Cyril, retumbó en las paredes otro trueno, más fuerte y cercano que el anterior.

En ese instante, el tiempo se detuvo.

Se hizo el silencio y la luz del relámpago y la lluvia que caía sin tregua, quedaron suspendidas, irradiando una fosforescencia surrealista sobre los dos jóvenes abrazados.

—Es la hora, Cyril.

A su costado, a unos metros de distancia, un ser con alas se posó sobre uno de los contenedores de basura. Con parsimonia, como si estuviera midiendo cada uno de sus pasos para no asustar a un animal herido, se acercó a ellos, mostrándose finalmente bajo la extraña claridad.

Tenía la piel pálida, parecida a la de Cyril, era alto, de facciones aniñadas que eran estropeadas por una expresión seria y meditabunda, y su cabello era de un rubio lustroso y de mechones rizados. Sus alas, blancas y enormes, descansaban en su espalda, dobladas y rozando el suelo.

Se paró frente a ellos, todavía a una distancia prudencial, y Andrei observó que le rodeaba una especie de aura dorada, parecida a la que había visto en Cyril la primera vez que le había conocido.

—Ha llegado el momento, Cyril, debemos regresar.

—¡No! ¡No lo permitiré! —replicó Andrei colocándose delante de Cyril, haciendo de escudo.

—¿Acaso crees que puedes impedir que nos lo llevemos, pequeño mortal? —preguntó entornando los ojos el ángel y mirándole por primera vez.

—Probablemente no soy más que una mosca en tu parabrisas, pero voy a intentarlo.

Una risa se escuchó desde otro rincón del callejón, y Andrei se percató que habían llegado algunos ángeles más, tan sigilosamente que ni se había dado cuenta. El chico tragó, cogiendo la mano de Cyril y entrelazando sus dedos.

El ángel de rizos rubios no se perdió el detalle, y con la más clara indiscreción les observó con minuciosidad. Entonces elevó el mentón y giró el rostro, como si estuviera escuchando algo que no podía llegar a los oídos humanos de Andrei y segundos después se volvió hacia él.

—Mi compañero Rafael piensa que debería juzgarte, ¿tú qué piensas?

Andrei notó que Cyril se ponía tenso tras él, y no le gustó la sensación de desasosiego que se asentó en su estómago. Aún así, la curiosidad le llevó a preguntar.

—¿A qué se refiere?

—Cuando un ángel desea quedarse en el mundo mortal por amor, el mortal que recibe sus afectos debe pasar una prueba de mi elección. Mi nombre es Gabriel. ¿Estás interesado en pasar la prueba?

¿Amor? Andrei abrió los ojos como platos. ¿Quién había hablado de amor?

—No tienes que hacerlo, ya sé que no sientes lo mismo. Déjalo, Andrei. De todas formas, mañana ni siquiera te acordarás de mí. —Cyril apoyó la frente sobre la nuca del muchacho, e inhaló su esencia una vez más.

—¿Porqué no iba a acordarme de ti? —susurró Andrei hacia Cyril, aún sabiendo que el resto también podía escucharles.

—¿Sabes desde cuando lleva la perfumería en la que me conociste en el centro comercial? —preguntó Cyril.

Andrei arrugó el entrecejo pensativo.

—¿Desde siempre? No lo sé. ¿Qué tiene eso qué ver?

—¿Recuerdas a alguno de los chicos o chicas que han trabajado allí? ¿Sus nombres, sus caras? —preguntó el ángel Gabriel.




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