Muchos de los pacientes al leer la placa que está debajo del reloj de pared, en la sala de espera de la clínica que dirijo, “Doctor Zacarías Urriaga Garza”. Pensarán que tratan con una persona de edad, pero no es así. Soy más joven de lo que se imaginan, llevo cinco años como director de la fundación médica.
Les confieso que mi primer nombre fue Charles Darwin en honor al creador de la teoría del origen de las especies. Nombre que sugirió mi abuelo paterno, pero que tan solo lo tuve por unos minutos, mi abuela materna Dioselina que era creyente a Dios se opuso rotundamente. De mi abuelo materno no puedo hablar mucho, ni siquiera conozco su nombre, aunque muchas veces en conversaciones con mi madre me lo dijo pero yo lo olvidé fácilmente. El murió cuando mi madre tenía nueve años de edad, ella no recuerda mucho de su padre. Mi madre alguna vez me contó; que el funeral del abuelo duró ocho días, unos meses antes se había separado de mi abuela, ya vivía con otra mujer. Mi abuelo era carpintero de los mejores que existían en las tierras del caribe. Alguna vez vio una película mexicana donde un vaquero iba sin rumbo fijo sobre su caballo, de pueblo en pueblo buscando aventuras pero con la condición que en uno de esos tantos pueblos su vida tendría un fin, lo curioso era que siempre llevaba un ataúd. Ese cajón que utilizaría para su funeral. Mi abuelo al ser carpintero y al estar inspirado en ese vaquero el mismo construyó su ataúd a su propio gusto. Escogió el mejor tipo de madera y pasó meses construyendo lo que sería su futura casa. Lo que nunca pensó era que la muerte le llegara tan joven. Por un lio de faldas quedaron huérfanas todas sus ilusiones, sus metas y sus propósitos en vida. La tarde del entierro como si el infierno hubiera trasladado una sucursal al pueblo de Pelaya – Aguachica Cesar. La temperatura del clima estaba para no soportar, la radio había transmitido la quema forestal de muchas hectáreas a unos kilómetros del pueblo, el verano era fuerte y los arroyos de agua escaseaban. De camino hacia el cementerio con su cuerpo, con los familiares y amigos más cercanos. Para mi abuela él ya había muerto hacía unos meses, el mismo día que decidió partir, fueron muchas noches que lloró su ausencia, durante su funeral no se le vio ninguna lagrima. Sólo guardaba un respeto por el hombre que les dio la vida a sus hijos, mientras el tiempo que duró conviviendo con ella a pesar de las dificultades nunca faltó la comida en la mesa.
En las afueras del cementerio en todo el portón se encontraba un árbol del almendro custodiando la entrada, cuando las cuatro personas, que lo cargaban entre ellas incluyendo un tío del abuelo y su mejor amigo sintieron que un peso más sobre sus brazos. Quedaron inmóviles sin poder moverse, se vieron a los ojos unos a los otros y se hicieron la seña de bajar el ataúd al suelo. Se levantaron y sacaron sus pañuelos que estaban en los bolsillos traseros de sus pantalones, se quitaron el sombrero adornado alrededor por una cinta negra, con una flor blanca, los colocaron sobre el ataúd. Se secaron el sudor de sus frentes con el pañuelo y luego lo guardaron. Una señora que estaba al lado les pasó una botella de agua y bebieron agua de ella. Se volvieron a mirar y se agacharon, tomaron impulso para levantar el cajón, las venas de sus brazos se brotaron al hacer la fuerza pero fue imposible y no pudieron. Creyeron que estaban cansados porque fueron las cuatro personas que lo cargaron por las diecisiete manzanas en el camino de tierra, lleno de polvo y de algunas piedras que al caminar lastimaban los pies. Desde la salida de la casa a la iglesia y luego de camino hasta el cementerio. El calor de la tarde y el recorrido los había deshidratado. Otros cuatro hombres hicieron el relevo para que descansaran, se cambiaron de puestos. Los que estaban antes se retiraron al árbol de almendro a tomar sombra y descansar. Los que relevaron se agacharon para levantar el cajón pero tampoco fueron capaz. Todos se miraban entre ellos y murmuraban que no era normal. Que había algo aparte del calor de la tarde que estaba sucediendo y ellos los desconocían.
El tío del abuelo tomó la decisión de abrir el ataúd, cuando la tapa se abrió, todos asomaron su cabeza para ver que más había adentro, el tío metió las manos a los lados del cuerpo, debajo de la cabeza del muerto pero nada encontró. No había nada que explicara las razones del aumento del peso del cajón. Lo cerraron y decidieron volver a levantarlo con infortuna de que tampoco pudieron. Volvieron y lo dejaron en el suelo, se levantaron y algunos con sus manos en la cintura y otros con su manos en la cabeza buscando la explicación a lo que sucedía.
Se escuchó una voz de un hombre detrás de las barras de acero del portón del cementerio.
–No teman, algunos me llaman el ayudante de la muerte, pero ustedes me conocen como el sepulturero- fueron las palabras de éste hombre de más de sesenta años, con una barba larga color blanca, sombrero color café o tal vez sucio de lo viejo que estaba. En su mano derecha cargaba una pala, amarrado en su cintura un machete.
–Muchas veces he visto este tipo de cosas, que para mí ya se me volvieron normales aliviar con ellas, ya regreso, buscaré algo que nos servirá de ayuda- el sepulturero se adentró en busca de algo que nadie sabía, al cabo de uno cinco minutos se vio venir de nuevo, traía en sus manos una biblia y una botella con un líquido desconocido.
-Abran el ataúd por favor- dijo el anciano a todos los que estaban alrededor, el amigo del abuelo se agachó y lo abrió.
El sepulturero se puso de rodillas al frente del cajón. Sacó una navaja de su bolsillo y la lavó con el líquido de la botella que traía que resultó siendo agua bendita. Luego abrió la biblia y en la página correspondiente al Salmo 91, puso la navaja encima de la biblia y cerró los ojos y empezó a orar. No fue necesidad de leerlo porque ya se lo sabía de memoria. Todos observaban en silencio, sin pensarlo y sin dar tiempo de reacción el sepulturero abrió los ojos y tomó la navaja muy rápido y la clavó en el pecho del muerto. Alguien que estaba al lado alzó su mano y le dio una bofetada haciendo que el anciano cayera a un lado del ataúd. Todos quedaron asombrados cuando el cuerpo del abuelo se levantó abrió los ojos y empezó a vomitar un líquido café sobre el cajón, a medida que vomitaba su cuerpo se fue envejeciendo y teniendo en cuenta que murió de la misma edad de Jesuscristo. El sepulturero se levantó y acostó el cuerpo del muerto al ataúd, empezó a buscar entre el líquido hasta que encontró una foto doblada en cuatro partes y amarrada con cabello de mujer. Sacó la navaja y cortó el cabello, luego abrió la foto y la lavó con el agua bendita, preguntó si alguien tenía un encendedor pero por lo visto entre el grupo nadie era fumador. Le pidió el favor a una mujer que fuera hasta la capilla del cementerio y trajera una veladora pero que no la dejara apagar con el viento. Ella corriendo la trajo y se la entregó, tomó la foto y la quemó y dijo una oración que nadie supo porque lo dijo en voz baja. Al quemarse por completo la foto un remolino de viento se hizo sobre el cuerpo del muerto, el líquido café se mezcló y se disipo con el remolino que se fue alzando hasta perderse por los cielos. El sepulturero cerró el ataúd y les explicó que los motivos de la muerte era un –mal postizo- con lo que muchos conocían como brujería, pero que gracias a lo que se había hecho el alma del difunto en estos momentos ya se encontraba descansando en paz. Pudieron alzar el cajón y entrarlo al cementerio y darle la cristiana sepultura que toda persona se merece. El cielo se puso gris y una tormenta llegó apaciguando el calor del día.
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Editado: 29.05.2019