—Definitivamente, lo que pasa en Las Vegas nunca se queda en las putas Vegas.
Me sostengo el puente de la nariz, intentando encontrarle sentido a esta situación.
—¿En qué momento a mi mente etílica se le ocurrió hacer un live de nuestra boda? —me quejo, cruzándome de brazos—.
Mi madre va a matarme… No, va a estar indignada porque no la invité.
—Y mi padre… ese señor sí que va a matarme —agrego, apoyando la cabeza contra la pared.
Hagamos un recuento de daños.
—Alexander, de tu lado, ¿cuántas personas saben que nos casamos? —pregunto, arqueando una ceja.
—Ya es noticia en el grupo familiar —responde él, masajeándose la sien—. Y la oficina nos envió un correo de felicitaciones.
—Claro, no podía ser de otra manera —acuso, rodando los ojos—. Malditas redes sociales. Prometo no usarlas borracha nunca más.
Aunque, conociéndome, terminaré en algún lío peor. Tengo una capacidad divina para meterme en problemas, al parecer.
—¿Y de tu parte? ¿Quién sabe de esto, Alexa?
—Mi madre no ha parado de llamar, y mis tías vieron el live… —murmuro, llevándome la mano a la frente.
Alexander se recuesta en la silla, resignado.
—Sigo sin entender cómo llegamos a esto…
—Yo solo recuerdo que te saqué a bailar para salvarte de tu jefa —respondo, sonriendo.
—Y terminamos casados —añade, con una risa suave que me obliga a mirarlo.
Nos reímos, y por un segundo, no parece tan terrible.
Hasta que él levanta el celular.
—No me vas a creer, pero nuestra oficina acaba de publicar las fotos.
—¿Qué? ¡No! —me levanto de golpe, quitándole el teléfono.
—Mira… “Dos parejas dieron el sí en la fiesta de la empresa”.
—¿Dos? ¿Quiénes fueron los otros pendejos?
—Randy y Úrsula.
Nos miramos. Y la risa explota entre los dos.
Por un instante, entre carcajadas y caos, me doy cuenta de que su risa me gusta demasiado.
Y eso sí que da más miedo que el maldito internet.