POV. Alexander
Hay formas y formas de despertar.
Algunos lo hacen con una taza de café, otros con el canto de los pájaros.
Yo, por desgracia, lo hago con una patada en la cara.
Un dolor punzante me atraviesa la nariz y suelto un gemido tan lastimoso que hasta me avergüenza.
—¡Alex, perdón! —su voz suena entre asustada y culpable.
Genial. La asesina arrepentida.
Intento incorporarme, pero siento que la sangre me cae por la nariz.
—Vas a matarme un día de estos, Alexa.
—Ay, no seas exagerado. Déjame ver.
“Exagerado”, dice, mientras me sangra media cara. La miro sin decir nada, y lo único que se le ocurre es darme su blusa. Su blusa. Rosada. De encaje.
Al menos tiene buena absorción.
La veo correr hacia la cocina y escucho el congelador abrirse, cerrarse, abrirse otra vez.
Regresa con una bolsa de papas fritas. Frías.
No hielo, no compresa… papas fritas.
—Pon esto sobre la nariz —dice muy seria, como si eso fuera lo más lógico del mundo.
Obedezco, porque honestamente, discutir con ella en este estado es inútil.
—¿Te duele mucho? —pregunta, con esos ojos grandes que me hacen olvidar que casi me rompe la cara.
—No tanto.
—Mientes fatal. Dame las llaves del carro, te llevo al hospital.
—Eres pésima manejando, pecosa.
—Ya lo sé. Solo dime dónde están.
Y lo peor es que se las doy. No sé si por confianza o porque estoy demasiado mareado para oponerme.
La veo revolver entre mis cosas, con el cabello desordenado, los pies descalzos y esa cara de caos que le queda ridículamente bien. Me pone las pantuflas como si fuera un niño pequeño, agarra mi brazo y me ayuda a caminar.
Salimos al pasillo y, como era de esperarse, aparece la vecina chismosa.
—¿Qué le hiciste, amiga? —pregunta con una sonrisa de esas que prometen escándalo.
—Lo golpeé sin querer.
Y la otra suelta una carcajada.
Perfecto, ya tengo fama de esposo maltratado.
Para cuando llegamos al auto, yo ya estoy medio mareado y ella, temblando. No sé si de nervios o por el miedo de conducir.
—¿Cómo vas? —pregunta, y yo solo asiento.
Tiene cara de querer llorar y eso, de alguna forma, me desarma.
Pero claro, la escena no podía terminar sin drama adicional: una patrulla nos detiene.
El policía se asoma, me ve con la cara ensangrentada y a ella al borde del llanto.
—¿Qué ocurrió, joven?
—Mi esposa me golpeó —respondo sin pensar, medio en broma.
El silencio que sigue vale oro.
Alexa me lanza una mirada que juro que me haría temer más que cualquier cárcel.
Termino en el hospital, ella en la estación, y yo tratando de explicarle al médico que no, que no somos violentos, solo un poco torpes.
Mientras me limpian la herida, pienso que vivir con Alexa es como tener una bomba de relojería con pecas:
puede explotar en cualquier momento, pero de alguna forma, me he vuelto adicto al riesgo.