Samuel extrañaba las montañas. Extrañaba el verde intenso del verano y las lluvias temporales; los valles partidos por ríos hermosos y las carreteras que asemejaban serpientes de asfalto. A veces, pensaba, extrañaba incluso el aire, limpio y fresco, que arrastraba el aroma salado del mar. En Madrid, uno solo huele a sucio. A contaminación y a tormenta de verano; a tubos de escape y a humanidad. Samuel sabía ver también lo conveniente de vivir en una ciudad grande. Uno solo tenía que bajar al Metro para desplazarse a donde quisiera. Eso en su tierra era imposible, puesto que las comunicaciones simplemente se veían obstaculizadas por la naturaleza.
Madrid se alzaba como una mole de cemento y ladrillo, con sus preciosos edificios antiguos y su amplia oferta cultural. Y Samuel amaba ir al cine y al teatro. A los museos y a las exposiciones temporales. Pero, aun así, echaba de menos su casa. Su madre se lo había advertido. Con ademanes bruscos y sus cabellos negros, ella le dijo que allí nada tenía él que hacer.
-Hay universidades en todos sitios, Samuel. ¿Qué se te perdió a ti tan lejos?
Pero no era lejos. Estaba a cinco horas de su casa en coche, y a algunas más en transporte público. Samuel, simplemente, quiso salir de allí donde nació para ver algo más. Algo diferente al verde infinito de Cantabria. Y lo había encontrado.
-Hace un calor horrible. Vamos a ir a la piscina, ¿te apuntas?
Samuel levantó la vista de su ordenador portátil para mirar a Víctor, su amigo y compañero de piso. Tuvo que retirarla en seguida, sin estar seguro de por qué aquella persona seguía sin entender que uno no debía andar medio desnudo por todos sitios.
-No puedo. Tengo examen en una semana.
-¿Todavía? Yo ya terminé las clases.
-Eso díselo a mis profesores. Estamos a mediados de junio, Víctor.
Y para aquellos que se tomaban sus estudios en serio, aún faltaban algunos exámenes que repasar.
-Te pasas el día pegado a esa pantalla. Vas a quedarte ciego.
Samuel se encogió de hombros.
-Quien va a dejarme ciego si no se pone una maldita camisa eres tú. ¿De dónde sacaste esa vena exhibicionista?
Lo vio subir la vista al techo, pidiendo paciencia en un gesto de lo más teatral.
-Eso solo lo dices porque tú no tienes músculos que mostrar.
-Vete al balcón. Allí seguro que encuentras alguien que te lo agradezca.
Volvió la vista a sus apuntes de Geografía, pero entonces aquella masa de humanidad tonificada se le echó encima. Y Samuel a punto estuvo de caerse de su silla.
-¡Víctor!
-¿Qué?
-¡Pesas!
-Es solo porque necesitas ejercitarte. Mira esos brazos que tienes. ¿Qué pasa con tus músculos? ¿Acaso decidieron esconderse cuando naciste?
Era un capullo. Y aun así Samuel seguía queriéndolo igual. No por nada había convivido con él durante cuatro años. Cuatro larguísimos años.
-Si no fuese tu amigo, te habría envenenado la comida.
-Sí, claro. Que miedo das. ¿Entonces no te vienes?
-No.
-Tú te lo pierdes. Van a venir Clara y sus amigas. Quizás…
-Víctor -advirtió, y Víctor se calló.
-Haz lo que quieras. Volveré sobre las siete. ¿Vas a salir esta noche? ¿O tampoco?
Sintiéndose un poco culpable, miró sus apuntes, y después se volvió hacia él.
-Sí. Esta noche sí.
Y si aquella sonrisa boba que se extendió por unas facciones perfectas casi le cegó, bueno, él también era humano. Lo vio salir del salón y encerrarse en su cuarto, y momentos después volvió con unas bermudas oscuras y una camiseta de hombreras. El mundo era definitivamente injusto. Víctor se marchó en un torbellino de prisas, prisas y prisas, y Samuel por fin pudo concentrarse en aquellas palabras que empezaban a cruzarse ante sus ojos.
-Maldita sea.
Sería tiempo después que recordaría comer, y entonces volvió al estudio. Y cuando la puerta de la entrada se abrió de nuevo, Samuel tuvo la sensación de que solo habían pasado un par de horas. Le dolían los ojos y el cuello, y todo a su alrededor dio vueltas cuando finalmente se levantó. Víctor estuvo ahí antes siquiera de notarlo, con sus manos firmemente asentadas en los hombros de Samuel.
-¿Estás bien?
-Sí, han sido demasiadas horas mirando la pantalla.
Sintió sus manos en la base del cuello, los dedos largos y fuertes presionando aquellos puntos de tensión. Casi gruñó cuando Víctor se retiró, pero Samuel fue guiado hasta el sillón.
-Deberías cuidarte más. ¿Quieres algo de cenar? Porque no te olvidaste de comer hoy, ¿verdad?
-Sí que comí.
Y mientras se recostaba en el viejo sillón de tela verde y se tapaba los ojos con un brazo, Samuel suspiró. No tenía muchas ganas de salir a ninguna parte. Víctor llegó hasta él con un trozo de pan y chocolate. Tuvo que sonreír, divertido.