Lo bueno de las vacaciones es que uno tiene tiempo y espacio para huir. Sí, huir cobardemente. La mañana siguiente a la noche catastrófica, así decidió llamarla, Samuel se levantó con resaca pero con la mente clara. Igual de clara que la mirada estupefacta de Víctor cuando le gritó en la cara que era gay. El sentido común le dijo entonces que no pasaba nada; que ser gay no era un problema. La experiencia, no obstante, le dijo otras cosas. Otros insultos que otros lanzaron bien a sus espaldas, bien a su propia cara, y que llenaron rostros que antaño fueron amigos de cosas desagradables.
Aquella mañana, él no quiso saber qué hallaría en Víctor. No tenía ni fuerzas ni ganas de enfrentar a aquel que jamás había hecho un comentario despectivo respecto a las inclinaciones sexuales ajenas. Pero aquello, sabía, no quería decir nada. Porque por muy moderno que se creyese el mundo, incluso aquellos que abiertamente aceptaban la homosexualidad cambiaban bien rápido de parecer cuando el muerto les tocaba en casa, como diría su madre.
Bendita mujer. Bien que se lo dijo ella:
-Ándate con ojo, Samuel. Allí de seguro saben gritar por los derechos de la comunidad gay, pero estoy segura de que muchos de tu edad aún son unos cavernícolas.
Y si bien aquello por regla general no importaba, aquella mañana sí que lo hacía. Porque aquel que iba a juzgarle, como si de hecho hubiera cometido algún delito, era aquel que se había convertido inexorablemente en su mejor amigo. Alguien que le calentaba, por dentro y por fuera, más que el sol de verano.
Gruñó exasperado, y entonces abrió la maleta de nuevo, empezando a tirar dentro de ella las prendas que encontró limpias. Allí, en casa, tendría más, por lo que solo necesitaba meter lo necesario para desaparecer durante un tiempo. Hasta que volviese a recuperar su valentía. MIC.
No había ruidos en la casa, por lo que supuso que Víctor estaría durmiendo en casa de Clara. Mejor, pensó. Menos inconvenientes a la hora de partir. Y así, ni hora y media después, estaba parado en la estación central de trenes, en Atocha, mirando qué opciones tenía para viajar. Tuvo que esperar otro par de horas, y pagar una suma importante, y por fin estuvo rumbo a Burgos. Desde allí quedaba un buen camino hasta su pueblo, pero ya se las apañaría con los autobuses. Una vez estuvo dentro del vehículo, se dio cuenta de que su teléfono estaba apagado, por lo que tomó el cargador para enchufarlo debajo de su asiento. Eso de las modernidades electrónicas era una pasada. Encendió el aparato, se colocó sus cascos y se dispuso a pasar las siguientes horas escuchando música e ignorando los mensajes que entraron de vez en cuando. No quería saber quiénes eran…
Finalmente llegaron a Burgos, una estación mediana y una ciudad con un casco histórico precioso. Encontró otro tren que partía en unas horas hacia Santander. Desde allí le sería más fácil hallar un autobús que bordease la costa para llegar a su casa. Iba a ser un viaje eterno, pensó compungido.
Su madre le gritó por teléfono, porque, por supuesto, ella estaba de vacaciones y no había nadie en casa.
-¿Qué? ¿Y qué se supone que haga ahora? ¿Quieres que me vuelva? ¡Mamá!
Ella blasfemó, y entonces su voz se volvió más suave.
-Escucha, la tía Carmen tiene copias de las llaves. Háblale para ver si te las puede prestar.
Y Samuel tuvo que llamar a su tía, que por supuesto no vivía en su mismo pueblo.
-¡Samuel, niño! Qué alegría escuchar de ti. Hace meses que no nos llamas. ¿Qué tal los estudios? ¿Qué tal por Madrid? ¿Ya te echaste novio?
Él cerró los ojos, obviando el hecho de que toda fu familia diese por sentado que debía buscarse un novio. A pesar de haberles informado tiempo atrás, lo suficientemente claro, de que era bisexual.
-¿Eso explica muchas cosas! ¿No es así, Jorge? Recuerdas aquella muchacha que intentamos presentarle y…
-No tía, simplemente no me gustaba -había interrumpido él.
-Ya, ya. Pues eso, que ahora lo entiendo.
Y cómo explicar más allá de eso era ridículamente cansado, decidió dejarlo así. En el presente, por lo visto, las cosas seguían exactamente iguales.
-No, tía. No tengo novio. Pero quería hacerte una pregunta.
-Dime, cariño.
-¿Estarás por casualidad en casa?
-Sí claro.
-Mamá me ha dicho que tienes unas copias de las llaves de nuestra casa. Estoy viajando sin avisar y los he pillado de vacaciones, por lo visto.
-¡No se hable más, vente para acá! Puedes quedarte con nosotros el tiempo que quieras.
Samuel parpadeo, aterrado.
-La cosa es que ya tenía planes, por eso las prisas del viaje. Pero puedo comer con vosotros.
-Sí, claro. Y si quieres Carlos puede acercarte a casa. Es menos de una hora.
Samuel no creía que su primo desease hacer nada parecido, pero decidió guardar silencio. Por si acaso se daba la suerte de conseguir transporte fácil y gratis. Tardó en llegar donde su tía hora y media, y cuando finalmente estuvo frente a la vieja casona, no pudo evitar sonreír. Era diferente de su propia casa, pequeña y acogedora. Allí vivían cuatro generaciones de la familia Guzmán. Ella salió a recibirle con un vestido amarillo tan amplio como el sol. Detrás de ella estaba el tío Paco, con su barba de montañero flojo y sus ojos amables. Y junto a ellos su primo, Carlos. Había crecido una barbaridad desde la última vez que lo viese, ganando amplitud de hombros y de todo en general. ¿Se habría dado a la fundición, como el tío? Eso explicaría los músculos que nada tenían que hacer allí en un niño de dieciocho años.