Aquella semana terminó con llanto. María se había quedado a comer con ellos, con su rostro pálido por la resaca y la ropa sucia. Finalmente, Samuel le prestó una camiseta y unos pantalones cortos, y ella se sentó con ellos mientras todos devoraban un plato de pasta precocinada.
-Soy bisexual.
El tenedor de ella cayó sobre su plato, y el ruido estridente fue lo único que se escuchó por unos tensos momentos. Entonces ella parpadeó y preguntó:
-¿Qué?
-Que también me gustan los chicos.
-¿Desde cuándo?
Aquella pregunta era tonta, y Samuel se limitó a enarcar una ceja.
-No desde cuándo te gustan, sino desde cuándo lo sabes y por qué Víctor lo sabía antes que yo.
Ella no estaba realmente molesta, pero él se disculpó de todas formas. Y entonces ella empezó a preguntar cosas y él a contestarlas. Le contó sobre porqué nunca dijo nada. Como aquellas amistades que él creía arraigadas más allá de la duda, se desmoronaron ante sus ojos por su inclinación sexual. Ella lloró, y él lloró con ella. Víctor les acercó papel de servicio y los tres terminaron de caer entre hipidos y narices que goteaban de forma poco agradable.
También le contó a ella sobre su decisión de encontrar a alguien.
-Creo que estoy cansado de estar solo.
-Pero tú no estás solo -le recordó ella.
Y Samuel lo sabía, y así se lo dijo. Ella hizo una lista entonces de lugares que debían frecuentar para el “ligoteo”. Así lo llamó ella, y él no la corrigió. Fueron días divertidos. Y extenuantes. Bebieron mientras bailaban y buscaban con la mirada posibles afortunados o afortunadas. En un arranque de sinceridad, ella le dijo:
-Samuel, no creo que estas cosas se hagan así.
Él le dijo que ya lo sabía, pero que estaba en plena salida.
-¿Salida a dónde?
-Salida del armario, boba.
-Simplemente déjalo estar, es más fácil -la aconsejó Víctor, y ella se encogió de hombros.
En Madrid estaba el barrio de Chueca. Uno podía encontrar en él desde restaurantes de lo más “chic” hasta bares de mala muerte. La bandera del orgullo que pintaba el letrero del metro, no obstante, ya era una pista de lo que uno hallaría una vez cruzase sus fronteras invisibles. Era una especie de refugio que hacía tiempo se había convertido en una suerte de escaparate para el mundo. Allí uno podía adentrarse en un pub de ambiente gay y encontrar decenas de parejas bailando y besándose en medio de las pistas llenas de humo y luces de colores. Allí fueron ellos, con el carácter envalentonado por el alcohol y la falsa sensación de que debían de hacer algo.
Samuel bailó con María. Y también con Víctor. Bailó con tres desconocidos que le tocaron el culo y algo más, y después se apartó de ellos cuando intentaron besarle. Clara preguntó una tarde qué harían aquella noche, y Víctor le dijo que jugar al FIFA.
-¿Otra vez?
No era cierto, pero eso les dio tiempo para volver a salir en busca de algo que a Samuel parecía escapársele de entre los dedos. Era una tontería, él lo sabía. También ellos. Pero todos siguieron adelante como si aquel comportamiento desenfrenado estuviera bien. Finalmente, porque tenía que pasar, Samuel conoció a alguien. Se llamaba Juan y tenía unos preciosos ojos azules. También el cabello negro, pero tan corto que uno apenas se fijaba en él. Era alto y ancho de hombros, con un culo prieto que Samuel vio a través de una pista de bailé. Sería aquel desconocido de sonrisa atractiva quien primero le hablase, invitándole a una copa. Y en medio de una neblina de alcohol e ilusión mal colocada, Samuel dijo que sí. Sí, sí y sí. Y así fue como dos horas después se encontró empotrado contra la puerta de un servicio sucio mientras aquel de ojos claros le metía la mano por dentro de los pantalones.
Samuel no había besado mucho a lo largo de sus más de veinte años. Había besado, sí, pero no estaba preparado para aquel aluvión de sensaciones que se mezcló con el olor acre del alcohol y de los baños. Del sudor y de aquellas manos que pronto encontraron su entrepierna. Y mientras un desconocido agarraba su pene y mordía su lengua, Samuel se asustó. Intentó apartarse, pero el otro se encontraba ya en un estado de embriaguez y excitación tal, que simplemente no lo captó. Mordisqueó sus labios y murmuró cosas obscenas contra su oído. Hasta que Samuel le empujó lo suficientemente fuerte como para tirarlo sobre un retrete con la tapa abierta.
Juan, quien ya no era tan desconocido, le miró asombrado, y entonces enfadado. Y entre muchos insultos le gritó calientapollas. Samuel pensó que quizás era exactamente eso lo que había hecho allí. Salió del servició llorando, con los ojos nublados de alcohol y lágrimas, y el estado de ánimo por los suelos. María lo tomó entre sus brazos preguntando, y Samuel tuvo que detener a Víctor cuando este casi se echó sobre aquel chico que había vuelto con sus amigos. Y entonces volvieron a casa.
María echaba humo, Víctor parecía realmente enfadado y Samuel… Samuel solo quería dormir.
-¿Vas a quedarte a dormir en casa? -le preguntó a ella.
-Claro. No tengo transporte, de todos modos.
Y los tres se sentaron en el viejo sillón mientras veían la tele y volvían a abrir otra bolsa de doritos.