Esos celos rojos [lgbt]

Capítulo 5

Cuando uno abandonaba Madrid por la Autovía del este, rumbo a Valencia, y miraba hacia atrás, podía comprobar cómo sobre la ciudad se alzaba una suerte de burbuja grisácea fruto de la contaminación. Samuel intentaba no pensar en ello, en lo que su vida en la capital debía suponer para la salud sus pulmones, pero era difícil apartar los ojos cuando aquel reflejo de la realidad que dejaban atrás se mostraba en todo su esplendor contra el cielo azul. Hicieron medio viaje hasta uno de aquellos restaurantes junto a la carretera, y entonces Víctor le tiró las llaves del coche para cambiar posiciones. Hacía cuatro años que se sacó la licencia, pero tenía que admitir que llevaba también ese tiempo sin conducir apenas.

Llegaron a la ciudad casi a las doce del mediodía y aparcaron cerca de la playa. Valencia no era una ciudad realmente bonita, pero sí amplia y costera. En pleno julio, las playas se encontraban abarrotadas de gente, tanto de locales como de foráneos. Los había quienes ya adquirieron el tono tostado del verano en sus pieles y también aquellos que se afanaban en untar sus hombros pálidos con protección solar para evitar quemarse. Era inútil intentar conseguir un espacio entre todas aquellas personas, por lo que finalmente dejaron sus toallas en la playa, casi pegadas al muro que separaba la arena con la calle peatonal, guardaron las cosas en una de aquellas taquillas que fungían como consignas junto al mar y se lanzaron a las aguas templadas del Mediterráneo.

Allí Víctor se lució como el deportista que era. Nadó y nadó hasta que dejó a Samuel atrás, cansado y sin aliento. Lo vio zambullirse entre las olas pequeñas que llegaban a la orilla, como algún tipo de delfín atractivo y burlón. Muchas le miraban, a sus hombros anchos y su estómago plano. A sus músculos morenos y a sus cabellos rubios que refulgían al sol del mediodía. A pesar de la distancia, Samuel podía imaginar perfectamente cómo sus ojos azules brillarían en alegre despreocupación. Todo él era asombroso. Maravilloso y tan, tan entrañable, pensó no sin cierto resquemor, que uno no podía sino preguntarse si acaso existía algún plan divino para él. Porque no parecía ser normal toda aquella apostura condensada en una simple persona. Y apostura no era la palabra adecuada, pero Samuel simplemente no sabía cómo expresarlo mejor. Era aquello que lo hacía especial, una sonrisa galante de dientes blancos y parejos. Una mirada clara bordeada de pestañas oscuras. Y aquel cabello rubio que crecía en caótico desorden y que llamaba a meter las manos en él para intentar poner un poco de sentido a su estrambótica disposición.

Samuel sabía que quizás no era tan así. Que podía ser que su opinión estuviese ligeramente condicionada por la exposición continua a un sentimiento que crecía inevitablemente con cada mirada robada. Samuel se sabía perdido ante sus ojos azules, y lo peor de todo es que estaba bien con ello. Se tumbó en la toalla para esperarle, calentándose al sol y dejando que la suave brisa marina acariciase su cuerpo semi desnudo. Samuel se dejó en Cantabria su bañador, por lo que Víctor le había prestado uno de los suyos: ajustado y más corto de lo que debería. Era ridículo, pero servía.

Víctor llegó poco después, empapado y sacudiéndose como un perro viejo. Se tendió a su lado, con una sonrisa en los labios y los cabellos oscurecidos por el agua.

-¿Quieres un helado? -preguntó.

-¿Ahora? -Samuel negó con la cabeza-. Vamos a comer en un rato, Víctor. Aguántate.

Sabía que su hambre era voraz. De esas que empezaban con sonidos del estómago y terminaban con ceños fruncidos. Víctor no era una persona paciente en cuando a comida se refería. Finalmente se bañaron de nuevo y fueron a buscar un sitio en algún chiringuito antes de que se llenase todo de gente hambrienta. Casi todo estaba reservado, pero terminaron en uno de aquellos locales pegados al mar, con una paella ante ellos.

-No puedo creer que estemos comiendo de nuevo arroz -se quejó Samuel.

-Sería un crimen venir hasta aquí y no probarla. A ti también te gusta, no te quejes.

Y no lo haría, porque Víctor además terminó invitando. Comieron a la sombra de una palmera inmensa, con la brisa quemando sus hombros desnudos. Tiempo después, Samuel miró con consternación su postre.

-Es enorme.

-Puedes dármelo, si no lo quieres.

-Por supuesto que lo quiero.

Porque el bizcocho de chocolate bañado en helado de vainilla era un pecado en sí mismo, y Samuel lo amó.  

Volvieron entonces a la playa, a las carreras de natación y a una pelota que lograron comprar en una tienda cercana.

-Túmbate, Samuel. Te estás quemando toda la espalda.

Samuel miró sobre su hombro izquierdo a Víctor, aún con el agua del mar pegada a su piel morena.

-No hace falta. Ya no da tanto el sol.

Víctor, por supuesto, le ignoró, y Samuel tuvo que tragarse una maldición cuando lo sintió sentarse sobre su trasero.

-Pesas, ¿sabes?

-Aguántate un momento.

Y tuvo que cerrar los ojos, incapaz de saber a dónde mirar. Víctor sabía lo que hacía con sus dedos, recorriendo su piel y alisando sus músculos allí donde mejor se sentía. Samuel gruñó y ocultó en rostro, seguramente sonrojado, entre sus brazos y la toalla, preguntándose cómo de descarado sería frotarse contra la tela húmeda. Quizás solo un poco…




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