Solo que nada estaba bien, en realidad. Samuel lo notaba en cada mirada y cada roce inocente. En esos ojos azules que le perseguían constantemente y en las palabras que no fueron dichas. Pero volviendo en el tiempo, aquel fin de semana finalmente tuvieron su salida de amigos. El Parque de atracciones de Madrid abría sus puertas temprano, y los cinco estuvieron allí para guardar sitio en la enorme cola que se empezó a formar mucho antes de que los primeros clientes girasen los tornos. Era octubre y aquello no debía ser así. Madrid se había vaciado de turistas y los que deambulaban entre atracciones y puestos de comida rápida lo hacían hablando en aquel deje tan característico de la capital. A Víctor le sonaba brusco, a Samuel le hacía gracia como de guturales sonaban allí las jotas. Samuel podía decir mucho al respecto en lo que refería a sus investigaciones históricas. Podía hablar de cómo México, que una vez fue Méjico, quiso cambiar esa “j” tan castellana por un sonido que remitiese a los susurros ancestrales de una comunidad realmente mexica. Podía hablar de como la x se intentó suprimir del diccionario de la lengua española a inicios del siglo XIX en una suerte de lucha por imponer un lenguaje unificado en un imperio que se desquebrajaba desde dentro hacia afuera.
Samuel podía decir muchas cosas, pero ninguna de ellas importaba realmente aquel sábado de inicios de octubre, cuando se colocó junto a Sergio en aquella fila de personas que aguardaban para subirse a “La lanzadera”.
-Sabes, creo que ya no se llama así.
-Todo el mundo la conoce por ese nombre, María.
Ella era una de aquellas personas que hacía correr las jotas por su lengua de forma divertida.
-Pensé que te mareabas.
Ella tenía razón, pero la entrada era lo suficientemente cara como para hacer oídos sordos a aquel deje de conciencia que le susurraba cosas cobardes al oído.
-¿Dónde están Víctor y Clara?
-Creo que fueron a por algo de comer. Clara no había desayunado.
Sergio, que llevaba sus cabellos sueltos y rizados al sol casi del mediodía, sonrió a través de sus gafas de sol.
-A mí me encantan este tipo de atracciones. Después podemos ir al abismo.
-¿Qué es eso? -preguntó Samuel con las cejas fruncidas en preocupación.
-La montaña rusa.
-Así suena mucho mejor. -Sergio se encogió de hombros, sin perder nunca su sonrisa divertida-. No me vomitarás encima, ¿verdad? Recuerda que soy de estómago débil. Seguramente te la devuelva.
-Jamás he vomitado por subirme a alguna de estas.
Suerte la suya, pensó Samuel.
-Después podemos ir al Tiovivo -añadió María, toda inocencia.
-Gracias -contestó él, sus ojos intentando hacerle un agujero en la cabeza.
Pronto les llegó el turno, y mientras se sentaba en una silla de plástico y algo que esperase fuera acero. O hierro. O algo definitivamente irrompible, Samuel se aclaró la garganta, repentinamente serio.
-Si te bajas antes de que empiece nadie se va a reír de ti -le dijo ella con una sonrisa de oreja a oreja.
-Por supuesto que no voy a bajarme. Y ahora déjame concentrarme.
-¿En qué?
No importaba. Quizás en cualquier cosa que mantuviese su estómago estable cuando empezasen a subir. Cerró los ojos cuando los asientos se movieron, y en unos segundos estaban rumbo al cielo. Más y más alto.
-Samuel, vas a perderte las vistas -dijo Sergio. Y él abrió los ojos, porque era verdad.
Madrid se extendía ante ellos con los cielos despejados y las torres infinitas. Sintió los dedos de él entrelazarse con los suyos. Estaba tan agarrotado, que cuando finalmente la plataforma se soltó, cayendo en picado hacia el suelo, su gritó se quedó atascado en la garganta reseca. Su estómago se instaló donde debía haber estado su corazón, y este latía frenéticamente por todo su cuerpo. Acabó rápidamente, pero Samuel no fue capaz de levantarse cuando los seguros de las sillas se abrieron y los demás comenzaron a salir.
-¿Samuel?
-¿Sí?
-¿Estás bien? Te ves pálido.
Quizás toda su sangre se quedó allí arriba, junto al cielo azul y su valentía. Sergio le ayudó a llegar al suelo, y Samuel solo pudo agradecer que sus piernas no cediesen al temblor que las recorría. María estaba también allí, con sus cabellos recogidos en una coleta y sus ojos brillando con diversión.
-Me ha escrito Víctor. ¿Queréis tomar algo?
Su estómago se retorció ante la simple imagen, pero las miradas esperanzadas de los otros dos le hicieron asentir. Los encontraron sentados en las mesas de un puesto pequeño y con olor dulce. Ella con un chocolate caliente entre las manos y él con una lata de refresco.
-¿Seguro que no quieres nada? -estaba preguntando Sergio con la mano apoyada sobre su hombro. Samuel negó, cerrando los ojos por unos instantes.
-¿Qué ha pasado?
-La lanzadera. Eso ha pasado.
-Oh.
Y había un mundo implícito en esa palabra. Samuel abrió los ojos para mirar a su amigo, que le devolvió la mirada divertido.