Esos celos rojos [lgbt]

Capítulo 8

Siento mucho el retraso. Estuve enferma y fui incapaz de escribir más. Solo decir que quedan dos capítulos únicamente. Y que después será el turno de otros personajes. (Sergio, hasta estará allí) 

 

.

 

Ante el verde infinito que empezaba a cubrirse con los dorados del otoño, Samuel cerró los ojos. A su lado, Sergio charlaba sobre su amigo Javi y la música de los Beatles se dejaba oír por el reducido espacio del vehículo. ¿Estaría mal llorar? Seguramente sí, pensó.

-¿Te encuentras bien? Llevas todo el camino muy callado.

Se volvió hacia él, hacia Sergio y sus rizos rubios. Hacía sus ojos azules y su rostro sonrojado por la emoción. Y dolió.

-Sí. Solo no dormí bien anoche.

-¿La universidad?

-No, no fue eso.

Y Sergio no insistió, porque entre aquellas cosas que lo hacían aparentemente perfecto, el respeto a la intimidad ajena debía destacar con brillo propio. Quizás él no entendería si se lo contaba, no obstante. Quizás de abrir su corazón a aquel que se había convertido rápidamente en más que un amigo todo se acabaría. Porque Sergio parecía llevar unos ritmos a los cuales Samuel no terminaba de acostumbrarse. Era fácil dejarse llevar. Imitar aquello que se sentía casi natural y cerrar los ojos a todo lo demás. Porque así casi se sentía normal de nuevo.

Y Samuel hacía mucho que no se sentía así.

Finalmente llegaron a una pequeña cabaña de madera oscura. Allí los esperaba una mujer alta y delgada con sus cabellos rubios recogidos en un moño flojo sobre la cabeza.

-Bienvenidos. Espero que hayan tenido buen viaje. ¿Quieren que les muestre la casa?

Sergio asintió, y ella les abrió la puerta. Samuel no pudo sino sonreír ante la decoración rústica y acogedora. Ante los sillones oscuros y la enorme chimenea que refulgía con un fuego bajo. Sergio le cogió la mano, y ella ni siquiera parpadeó.

-La chimenea está protegida por un cristal, si necesitasen tocar el fuego les rogaríamos que nos avisasen, para evitar posibles accidentes. Hay agua caliente a cualquier hora, y en la nevera encontrarán algunas bebidas y aperitivos. Si necesitan cualquier cosa, recepción estará abierta hasta las dos. Después hay un teléfono de guardia.

-Muchas gracias. Es muy bonita -dijo Samuel, adentrándose en la habitación enorme con una cama cubierta de colchas blancas.

-Espero que disfruten de la estancia. Buenos días.

Escuchó a Sergio despedirla en la puerta, con su voz suave y su tono amigable. Después lo escuchó llegar junto a él. Tan cerca que Samuel casi lo pudo sentir contra su espalda.

-¿Qué quieres hacer? -le escuchó murmurar contra la piel sensible de su cuello.

-¿Qué tal si vamos a ver esos caminos de los que me hablaste? Traje mi cámara de fotos.

-Estupendo. ¿Quieres cambiarte el calzado? Las zapatillas podrían resbalar. ¿Trajiste botas?

-Sí, están en el maletero.

-Voy a por ella. Tengo que coger también la bolsa de comida. ¿Algo más?

Samuel negó, parpadeando cuando Sergio se inclinó frente a él, depositando un beso suave sobre sus labios. Samuel se quitó el abrigo y entró al servicio. Llevaba meándose desde hacía casi una hora. Cuando salió del baño, Sergio había dejado las botas junto al sillón y se encontraba colocando la comida en el frigorífico.

Y el paisaje fue tan majestuoso como Sergio vaticinó. Verde y dorado, con el suelo cubierto de miles de hojas húmedas. Sergio le enseñó a diferenciar entre algunos tipos de árboles. Cosa en la que Samuel nunca antes se fijó.  Sergio llevaba sus rizos recogidos en una suerte de moño en lo alto de la cabeza y sus ojos azules brillaban con el reflejo de la luz del sol. Llevaba un pantalón de chándal, que seguramente a Samuel le hubiera quedado fatal. De esos ajustados en la zona del trasero y en los muslos. Samuel odiaba sus muslos. Llegaron a un pueblo minúsculo llamado La Hiruela. Con sus casas oscuras parejas y sus montañas rodeadas de marrones y verdes. Allí comieron en el único restaurante que encontraron, bonito por dentro y por fuera. Y si durante la comida tuvo que apartar de su mente otros ojos azules, Samuel pensó que estaba bien.

 

 

Horas después, parecía obvio que nada estaba bien. Habían regresado a aquel camping rústico de cabañas, donde les esperaba un anochecer temprano y una cena quizás demasiado copiosa. Sergio habló y habló, quizás intentando ocupar el vacío que ocasionó Samuel. Y sería allí, en medio de un patio verde, con mesas de madera y árboles semi desnudos, que finalmente fue consciente de que aquello no tenía sentido. ¿Cómo iba a ocultarle a Sergio aquello que le tenía, aún, temblando? Mas, Samuel tampoco sabía cómo explicarlo tampoco.

Lo dejó comer. Primero aquella crema de calabaza que estaba deliciosa y después un solomillo de cerdo con algún tipo de salsa sabrosa y rica.

-Está bien, Samuel. ¿Qué te ocurre?

A Samuel se le cayó el trozo de pan que sostenía entre sus dedos. Sus ojos volaron hasta Sergio, que le miraba con tranquila calma.




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