Especial De Terror

¿DÓNDE ESTÁN LOS NIÑOS? | 4. TERCERA DESAPARICIÓN

Llegó ese día en el que a cualquier adulto se le colma la paciencia por culpa de su hijo. Ese era el escenario que estaba viviendo Sofía, pues ya había sobrepasado los límites al consumir todo tipo de azúcares en exceso, dejando literalmente vacía la tienda que le pertenecía a su madre.

Fue bajo esas condiciones que la pequeña fue correteada por toda la casa, pero con toda la adrenalina como si en lugar de su madre, le estuviese persiguiendo un perro rabioso. Pero vaya que esa apariencia tenía la adulta, ya que su rabia, su molestia, su injundia, su velocidad y sobre todo sus gritos eran igual de disparados como el de un demente. No paraba de rebuscar por todos los rincones de su casa para castigar a Sofía, ya sea a golpes o a lo que pudiese.

Sofía sentía ese hormigueo de nervios que le recorría desde la nuca hasta los tobillos mientras trataba de no agotarse, aunque su sobrepeso no ayudaba para nada, al contrario, le daba más y más motivos para quedarse sentada y dejándose atrapar por la bestia que parecía su madre. Sin embargo, sabía que no podía rendirse tan fácilmente o de lo contrario los golpes le alcanzarían y ya no tendría ni boca para volver a probar otro puñado de dulces. Corrió cuanto pudo en todos los sentidos, pero su madre cada vez se acercaba más y más a ella, incluso trató de ocultarse bajo la mesa de comer, y aun así su madre logró sacarla al jalarla de los cabellos con una brutalidad más tosca que la de un mismo varón. Todo parecía tornarse desgracia para la pobre Sofía hasta que vio la puerta del patio trasero, la cual estaba abierta como si le estuviese gritando y llamando hacia el bosque. Esa parecía su única y mejor salida, aunque no pensaba salir directamente a perderse por la calle, ya que no conocía nada más allá que no fuese su casa, y mucho menos ese bendito bosque. Siguió corriendo con más temor y casi a punto de mojar sus pantalones, pero se contuvo para no correr hacia el bosque, puesto que recordaba una y otra vez la pérdida de sus amigos. 

La angustia fue lo que movió a Sofía hasta ese bosque. Se fue adentrando poco a poco entre la luz de la luna, que le servía de guía para seguir en el camino recto. Su aliento estaba sumamente entrecortado, y con unos minutos transcurridos, los gritos de su madre ya se oían lo suficientemente lejanos a ella. Así fue como por primera vez en tantas horas pudo sentarse y rendirse en la tierra. Estaba temblando, no sólo por pensar que su madre la encontraría, sino porque ni sabía el camino de regreso y mucho menos el sendero que debería seguir.

«¿Debo regresar a casa o seguir corriendo?» , pensaba Sofía, quien al levantarse con sus temblorosas piernas empezó a dar pequeños pasos hacia adelante para seguir su recorrido, y finalmente entrar aun más en lo profundo de ese frondoso bosque. Pero toda esa armonía que desprendían las aves al volar, se acabó en cuanto escuchó unas voces y pasos acercándose. Quiso creer que se trataba de su madre, pero no podía engañarse de esa manera, debido a que era más de una persona la que se acercaba con gran prisa hacia ella.

Se quedó fría y sin poder dar un paso más por el cansancio, y quedó desmayada al ver unos cuerpos delgados y altos tan oscuros como la noche con unas ropas muy distintas a las de la civilización; unas ropas que más parecían de indios o de alguna especie de tribu, que incluso llevaba consigo unos filosos palos de madera con calaveras encima y a la vez rodeados de collares hechos con huesos y demasiada carne podrida y de fétido olor, que se esparcía por todo el bosque en cuestión de segundos. 

Finalmente, Sofía fue tomada por aquellos hombres de distintas ropas. La sujetaron con delicadeza, pero acabaron incrustándole uno a uno los palos de madera por todo su pequeño cuerpecito de niña, aunque estaba bien nutrida y de buenas porciones de carne, los cuales terminaron embarrados de su propia sangre. Gota a gota caían los litros de sangre hacia el suelo al igual que sus órganos vitales mientras sus dedos eran cortados y perforados por más palos filosos. 

Aquella noche, la madre de Sofía no descansó ni un sólo segundo para encontrar a su pequeña, pero nunca la pudo encontrar... ni ella, ni nadie. Pero fue entonces cuando el alma de Sofía se encontró con las almas de Eduardo y Sandro, y sólo en ese instante entendieron que los tres habían sido víctimas de aquella tribu maldita del frondoso bosque que nadie se había atrevido a pisar.




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